domingo, 12 de mayo de 2024

Melo, Adrián, Los vestidos de Eva: la Eva Duarte drag y la Evita Perón militante del creador Paco Jamandreu, en Marino, Marcerlo (ed.), Evita frente al espejo, ensayos sobre moda, estilo y política en Eva Perón, pp. 27-30 y 57.

 

El 9 de julio de 1944, Eva Duarte traspasó por primera vez las aristocráticas puertas del Teatro Colón. Su entrada fue apoteósica: lucía un vestido de raso negro, enorme pollera con corsage y largas mangas producidas en tiras delgadas de tercio- pelo negro, con un azabache en cada cruce.¹ La joven se pre- paró especialmente para la ocasión a sabiendas de que las miradas se posarían sobre ella como las mariposas tienden a la luz. No solo era una ascendente actriz a punto de dar el salto a la pantalla grande como antagonista de Libertad Lamarque en La cabalgata del circo (Soffici, 1945), sino que era la amante del militar más influyente del gobierno de facto.

En efecto, el entonces coronel Juan Perón era el poder delante y detrás del trono, que mientras acumulaba cargos políticos -secretario de Trabajo y Previsión, ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación- se erigía como líder de la clase obrera. Al mismo tiempo, Perón conseguía la oposición de la burguesía agraria y de los militares más conservadores. Esa clase social y ese grupo castrense estaban particularmente representados en el público que concurrió a la clásica gala del Colón destinada a celebrar un nuevo aniversario de la inde- pendencia patria.

Entre no ir, ser pasada por alto o vanagloriarse orgullosamente de su belleza y de sus amores prohibidos para la socie- dad de su época, Eva Duarte escogió la última opción. Aunque no iría con Perón, se presentó sola, desistiendo así de alguna pareja ocasional que pudiera oficiar como pantalla pública; de esa manera, decidió no pasar en absoluto inadvertida. Como si se tratara de la presentación en sociedad de su noviazgo, eligió para el evento un diseño de Paco Jaumandreu, el creador en boga de los vestuarios de las divas cinematográficas argentinas del momento. A su vez, lució dos anillos de brillantes que tomó prestados de la madre del famoso modisto y una magnífica estola de zorros blancos facilitada por una amiga, Con esa aura de elegancia y misterio ocupó un palco vecino al de su novio, con quien en el transcurso de la función segura- mente intercambió miradas apasionadas y guiños provocado- res destinados a escandalizar.

El plan fue de seguro cuidadosamente trazado por el triángulo Perón, Evita y Paquito. Más allá de que el romance entre la actriz y el coronel era un secreto a voces, y de que en ocasiones Perón recurrió al artilugio de esconder a Eva en el asiento trasero de su automóvil para acallar los chismes, esta vez, en connivencia con el modisto, los dos decidieron dar rienda suelta a sus travesuras de enamorados y divertirse con la ola de habladurías que despertaban sus relaciones sentimentales.

Lo que los complotados no pudieron prever y dejó asombrada a Evita fue la intensidad de la repulsión que su ingreso produjo entre la concurrencia. Ya en el foyer la saluda- ron con visible frialdad. En los suntuosos interiores de la sala, desde las alfombras rojas de la cazuela pasando por los palcos exclusivos con molduras de oro hasta los dibujos de Soldi en la cúpula, todo parecía concentrar la tensión que se respiraba. Un aire opresivo se cortaba con cuchillo. Aquella que no se dirigía a ella con desdén, lo hacía con mirada burlona y la que no, aprovechaba la ocasión para darle vuelta la cara. Y no faltaba el otro, el que la adulaba en privado y la despreciaba con una sonrisa socarrona delante de su esposa.

Al ver los gestos de crispación y rabia contenida indisimulables que generaba a su paso, al sentir el hielo del ambiente y al ser discriminada sin ambages, Eva dimensionó los efectos de la osadía de su acción. Había infringido las reglas nunca escritas de las amantes al traspasar los límites de la alcoba y presentarse en público.

Fue la primera vez en la que Evita pudo percatarse con certeza de la magnitud del rechazo que producía entre la gente "regia" que se vanagloriaba de la distinción social que le confería poseer el monopolio de ese espacio cultural. Esa noche se manifestó de manera explícita la oposición cerrada que la llamada oligarquía había incubado por meses. "Esa es la querida de Perón”, susurraban como mínima injuria a su paso las esposas de los hombres ligados al comercio agroexportador, las de los otros militares y las mujeres de la denominada alta burguesía.

 

(…)

 

Eva nunca olvidó el desplante de aquel día de julio de 1944. Por eso guardó como tantas cosas ese glacial recibimiento en su corazón para tenerlo siempre presente en la memoria. "Las voy a derrotar en su propio campo: la guerra de los trapos...", se prometió en voz alta. Y entonces esperó, esperó con ardiente paciencia la oportunidad que le otorgara el destino para cumplir con la palabra empeñada y dar la última batalla. Y ese día llegó.

Porque aquella primera entrada en el Colón sería el preludio de la venganza total que se consumaría exactamente dos años después, cuando en la gala del 9 de julio de 1946, ya esposa legítima y primera dama, Eva irrumpió del brazo de Perón en la prestigiosa ópera de Buenos Aires como si fuera su propia casa luciendo un vestido de Christian Dior que se hizo traer de París con una falda adornada con decenas de hojas, bajo cada una de las cuales pendía un brillante de un quilate.

Me vestí con todos los honores de la gloria, de la vanidad y del poder. Me dejé engalanar con las mejoras joyas de la Tierra... Todo lo que me quiso brindar el círculo de hombres que me tocó vivir, como mujer de un presidente extraordinario, lo acepté sonriendo, "prestando mi cara" para guardar mi corazón. Sonriendo, en medio de la farsa, conocí la verdad de todas sus mentiras (Perón, E, 2012: 64).

Escribió Eva en Mi mensaje, justificando esa y tantas noches que le siguieron la ostentación de lujo y el derroche de encanto en el diámetro mismo del círculo social que la vilipendiaba.

Evocando aquel momento, el propio Dior llegó a reconocer a la prensa que la "única reina que había vestido era Eva Perón". Distinta fue la reacción de la oposición rencorosa, que calificó con desmesura esas galas como "el más descarado derroche de la historia argentina". Mientras los sectores obreros que estaban comenzando a conocerla a través de sus actividades de ayuda social la contemplaban maravillados como la materialización del mito de Cenicienta, los volantes repartidos en Barrio Norte por la elite porteña rezaban frases agraviantes: "Un carro oficial hundido en el barro y tironeado por una yegua".

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