miércoles, 30 de septiembre de 2009

Mensajes en una Botella

El dolor por el deterioro de las relaciones eróticas no es, como podría creerse, miedo a la desaparición del amor, ni tampoco la clase de melancolía narcisista que Freud describió de manera tan aguda. Implica la fugacidad de los propios sentimientos. Queda tan poco espacio para los impulsos espontáneos que cualquiera que todavía los experimente los considera un gozo y un tesoro a pesar del dolor que causen y, por cierto, siente que los últimos rastros de la intimidad son una posesión que debe defender con denuedo para no convertirse en una cosa. El miedo a amar a otro es sin duda más grande que el de perder el amor de ese otro. La idea que se nos ofrece como consuelo – que dentro de unos años no entenderemos nuestra pasión, y que podremos observar a la mujer amada sintiendo tan solo cierta fugaz e increíble curiosidad – es capaz de exasperarnos inconmensurablemente. Esa pasión que trasciende ese contexto de la utilidad racional se transforma en la máxima blasfemia si se la convierte, por ignominiosas razones, en algo relativo y que puede reacomodarse en la vida del individuo. Y sin embargo, de modo inevitable, la pasión misma, al experimentar el límite inalienable entre dos personas, se ve obligada a reflejar ese momento y así, en el acto de verse devastada, también a reconocer la nulidad de su propia devastación. En realidad, uno siempre ha percibido la futilidad; la felicidad surgía de la insensata idea de arrobamiento, y cada vez que la cosa salió mal, fue la última vez, fue la muerte. La fugacidad de aquello en lo que la vida se concentra al máximo se manifiesta precisamente, en esa concentración extrema. Y, como si esto fuera poco, el desdichado amante debe admitir que justo cuando creía olvidarse de sí era cuando solo se amaba a si mismo. Ningún camino conduce fuera del círculo culposo de lo natural, salvo la reflexión acerca de hasta que punto está cerrado este círculo.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Del sistema penitenciario en los Estados Unidos y su aplicación en Francia-Alexis de Tocqueville/Gustave de Beaumont

Sin embargo, la adopción de un sistema celular y su aplicación a todos los presos del Estado de Nueva York volvía insuficiente a la prisión de Auburn, ya que esta, tras las sucesivas ampliaciones que había tenido, solamente contaba con quinientas cincuenta celdas.[1] Asi pues, la necesidad de una nueva prisión, se hacía sentir y en ese momento la legislatura estableció el plan de Sing Sing. Dicho plan fue ejecutado de una manera que bien merece ser relatada.

El Sr. Elam Lynds, que acababa de dar prueba de sus aptitudes en Auburn, de la que era director, abandona este establecimiento, toma consigo a cien presos acostumbrados a obedecerle, les conduce hasta el lugar en el que había de construirse la prisión proyectada y allí, acampando a las orillas del río Hudson, sin albergue para acogerles y sin muros para encerrar a sus peligrosos compañeros, los pone manos a la obra convirtiendo a cada uno de ellos en albañil o carpintero sin contar con otra fuerza, para mantenerlos en la obediencia, que la firmeza de su carácter y la fuerza de su voluntad.

Durante varios años, los presos, cuyo número fue sucesivamente en aumento, trabajaron para levantar su propia prisión, y actualmente, la penitenciaría de Sing Sing contiene mil celdas, todas ellas construidas por los criminales que estuvieron presos en ella[2].



[1] En 1823, Auburn todavía tenía 380 celdas. El 12 de abril de 1824, la legislatura ordenó la construcción de 170 nuevas celdas.

[2] El modo con el que Elam Lynds levantó Sing Sing suscitaría, sin duda, cierta incredulidad si el hecho que relatamos aquí no fuera totalmente reciente y de notoriedad pública en Estados Unidos. Para entenderlo, es preciso conocer todos los recursos que puede encontrar un hombre enérgico en la nueva disciplina de las prisiones de América.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Discurso de Javier Marías durante la ceremonia de la entrega del premio Rómulo Gallegos en 1995

LO QUE NO SUCEDE Y SUCEDE

Quizá no sea lo más sensato por parte de un escritor que sobre todo hace novelas confesar que cada vez le parece más raro no ya el hecho de escribirlas, sino incluso el de leerlas. Nos hemos acostumbrado a ese género híbrido y flexible desde hace por lo menos trescientos noventa años, cuando en 1605 apareció la primera parte del Quijote en mi ciudad natal, Madrid, y nos hemos acostumbrado tanto que consideramos enteramente normal el acto de abrir un libro

y empezar a leer lo que no se nos oculta que es ficción, esto es, algo no sucedido, que no ha tenido lugar en la realidad. El filósofo rumano Cioran, muerto recientemente, explicaba que no leía novelas por eso mismo; habiendo ocurrido tanto en el mundo, cómo podía interesarse por cosas que ni siquiera habían acontecido; prefería las memorias, las autobiografiías, los diarios, la correspondencia y los libros de historia.

Si lo pensamos dos veces, tal vez a Cioran no le faltara razón y tal vez sea inexplicable que personas adultas y más o menos competentes estén dispuestas a sumergirse en una narración que desde el primer momento se les advierte que es inventada. Todavía es más raro si tenemos en cuenta que nuestros libros actuales llevan en la cubierta, bien visible, el nombre del autor, a menudo su foto y una nota bibliográfica en la solapa, a veces una dedicatoria o una cita, y sabemos que todo eso es aún de ese autor y no del narrador. A partir de una página determinada, como si con ella se levantara el telón de un tesoro, fingimos olvidar toda esa información y nos disponemos a atender a otra voz -sea en primera o tercera persona- que sin embargo sabemos que es la de ese escritor impostada o disfrazada. ¿Qué nos da esa capacidad de fingimiento? ¿Por qué seguimos leyendo novelas y apreciándolas y tomándolas en serio y hasta premiándolas, en un mundo cada vez menos ingenuo?.

Parece cierto que el hombre -quizá aún más la mujer- tiene necesidad de algunas dosis de ficción, esto es, necesita lo imaginario además de lo acaecido y real. No me atrevería a emplear expresiones que encuentro trilladas o cursis, como lo sería asegurar que el ser humano necesita "soñar" o "evadirse" (un verbo muy mal visto este último en los años setenta, dicho sea de paso). Prefiero decir más bien que necesita conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue. Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando se hace recapitulación o resumen, cuando se relata su historia o su biografía, sea en un diccionario o en una enciclopedia o en una crónica o charlando entre amigos, se suele relatar lo que esa persona llevó a cabo y lo que le pasó efectivamente. Todos tenemos en el fondo la misma tendencia, es decir a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocurrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y no olvidamos casi siempre que las vidas de las personas no son sólo eso; cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse -todas menos una a la postre-, de nuestras vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos fustrados y los anhelos falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.

Y me atrevo a pensar que es precisamente la ficción la que nos cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve de recordatorio de esa dimensión que solemos dejar de lado a la hora de relatarnos y explicarnos a nosotros mismos y nuestra vida. Y todavía es hoy la novela la forma más elaborada de ficción, o así lo creo.

En cierto sentido el libro que el jurado del Premio Internacional Rómulo Gallegos acaba de premiar tan aventurada y discutiblemente trata de eso. En el texto que tienen en la mano ustedes se dice que Mañana en la batalla piensa en mihabla, entre otras cosas, del engaño en el sentido más amplio de la palabra, y se cita una frase de la novela que dice "Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural, y por eso no debería dolernos tanto". Se recuerda que todos vivimos parcial, pero permanentemente engañados, o bien engañando, contando sólo parte, ocultando otra parte y nunca las mismas partes a las diferentes personas que nos rodean. Y sin embargo a eso no acabamos de acostumbrarnos, según parece. Y cuando descubrimos que algo no era como lo vivimos - un amor o una amistad, una situación política o una expectativa común y aún nacional- se nos aparece en la vida real ese dilema que tanto puede atormentarnos y que en gran medida es territorio de la ficción: ya no sabemos cómo fue verdaderamente lo que parecía seguro, ya no sabemos como vivimos lo que vivimos, si fue lo que creíamos mientras estábamos engañados o si debemos echar eso al saco sin fondo de lo imaginario y tratar de reconstruir nuestros pasos a la luz de la revelación actual y del desengaño. La más completa biografía no está hecha sino de fragmentos irregulares y descoloridos retazos, hasta la propia. Creemos poder contar nuestras vidas de manera más o menos razonada y cabal, y en cuanto empezamos nos damos cuenta de que están pobladas de zonas de sombra, de episodios inexplicados y quizá inexplicables, de opciones no tomadas, de oportunidades desaprovechadas, de elementos que ignoramos porque atañen a los otros, de los que aún es más arduo saberlo todo o saber un poco. El engaño y su descubrimiento nos hacen ver que también el pasado es inestable y movedizo, que ni siquiera lo que parece ya firme y a salvo en él es de una vez ni es para siempre, que lo que fue está también integrado por lo que no fue, y que lo que no fue aún puede ser.

El género de la novela da eso o lo subraya o lo trae a nuestra memoria y a nuestra conciencia, de ahí tal vez su perduración y que no haya muerto, en contra de lo que tanas veces se ha anunciado. De ahí que acaso no sea justo lo que he dicho al principio, a saber, que la novela relata lo que no ha sucedido. Quizá ocurra más bien que las novelas suceden por el hecho de existir y ser leídas, y, bien mirado, al cabo del tiempo tiene mas realidad Don Quijote que ninguno de sus contemporaneos históricos de la España del siglo XVII; Sherlock Holmes ha sucedido en mayor medida a la Reina Victoria, porque además sigue sucediendo una vez y otra, como si fuera un rito; la Francia de principios de siglo más verdadera y perdurable, más "visitable", es sin duda la que aparece en En busca del tiempo perdido; e imagino que para ustedes la imagen más auténtica de su país estará mezclada con las páginas inventadas de don Rómulo Gallegos. Una novela no sólo cuenta, sino que nos permite asistir a una historia o a unos acontecimientos o a un pensamiento, y al asistir comprendemos.

Saber todo eso -querer creerlo es más exacto- no resulta a veces bastante para el escritor, mientras está escribiendo. Hay momentos en los que yo levanto la vista de la máquina de escribir y me extraño del mundo del que estoy emergiendo, y me pregunto cómo, siendo adulto, puedo dedicar tantas horas y tanto esfuerzo a algo sin lo que muy bien podría pasarse el mundo, incluyéndome a mi mismo, como puedo ocuparme de relatar unas historia que yo mismo voy averiguando a mediada que la construyo, cómo puedo pasar parte de mi vida instalado en la ficción, haciendo suceder cosas que no suceden, con la extravagante y presuntuosa idea de que eso puede interesar algún día a alguien. Cómo según definió la actividad literaria el novelista y ensayista y poeta Robert Louis Stevenson, "puedo estar jugando en casa, como un niño, con papel". Todo escritor es aún mas lector y lo será siempre hemos leído mas obras de las que nunca podremos escribir, y sabemos que ese interés, ese apasionamiento, es posible porque lo hemos experimentado centenares de veces; y que en ocasiones comprendemos mejor el mundo o a nosotros mismos a través de esas figuras fantasmales que recorren las novelas o de esas reflexiones hechas por una voz que parece no pertenecer de todo al autor ni al narrador, es decir, no del todo a nadie. Averiguamos también que quizá escribimos porque algunas cosas sólo podemos pensarlas mientras lo hacemos, aunque cuado me preguntan eso tan reiterado, por qué escribo, prefiero contestar que para no tener jefe y para no madrugar. Además creo que es verdad, mucho más que lo que les acabo de decir aquí.

Lo cierto es que recibir un premio como el Rómulo Gallegos supone, además de un honor y una gran alegría, una especie de recordatorio benévolo para el futuro. Cuando escriba mi próxima novela, y de vez en cuando haga un alto y levante la vista y me extrañe de lo imaginario que me habrá absorvido durante largo rato, podré pensar que, en contra de mis previsiones y mis aprensiones, una vez, muy lejos de mi país, hubo unos lectores generosos y atentos que no sólo comparten la lengua en la que me expreso sino que lograron interesarse por lo que yo inventé e incorporé al cúmulo interminable de lo que a la vez no sucede y sucede, o lo que es lo mismo, de lo que pudo y puede ser.

leído en Caracas, en agosto de 1995

domingo, 6 de septiembre de 2009

El Corazón de las Tinieblas - Joseph Conrad

Si, los miré como mirarías a cualquier ser humano, con curiosidad por sus impulsos motivos, capacidades y debilidades puestos a prueba por una inexorable necesidad física. ¡Compostura! ¿Qué posible compostura?¿Era superstición, asco, asco, paciencia, miedo o alguna clase de honor primitivo? Ningún miedo resiste al hambre, ninguna paciencia la sacia, cuando hay hambre el asco sencillamente no existe, y en cuanto a la superstición, las creencias y lo que podríamos llamar principios, son menos que nada. ¿No conocéis la maldad de la inanición persistente, su exasperante tormento, sus oscuros pensamientos, su ferocidad sombría y perturbadora? Pues yo sí. Para combatir el hambre del modo apropiado un hombre ha de hacer acopo de toda su entereza. De verdad que es más fácil enfrentarse al pesar por la muerte de un ser querido, a la deshonra y a la perdición del alma que a esta clase de hambre prolongada. Triste, por cierto. Y aquellos individuos, además, no tenían ninguna razón terrenal para andarse con escrúpulos. ¡Compostura! Antes hubiese esperado compostura en una hiena merodeando entre los cadáveres de un campo de batalla. Pero ahí estaba la realidad frente a mí, la realidad deslumbrante como la espuma en las profundidades del océano, como una onda sobre un enigma insondable, u misterio mayor cuando lo pienso, que la extraña e inexplicable nota de desesperado pesar de aquel clamor salvaje que había recorrido la ribera detrás de la cegadora blancura de la niebla.