domingo, 26 de diciembre de 2010

Las guerras que hay que combatir – Gianni Vattimo

Mientras reflexionaba sobre las posibilidades de las “multitudes” a las que Negri asigna la tarea de destruir el imperio, me exasperaba (como, por otra parte, me continua sucediendo) la discusión sobre las guerras de religión, sobre la violencia homicida que a menudo se reviste de razones ideales, de devoción a Dios y a sus preceptos. Ya que, como decía el presidente Mao, la revolución sigue sin ser una invitación a cenar, sino mas bien algo “violento”, aunque no necesariamente sanguinario, también la hipócrita preocupación por el valor de la vida, siempre y en toda circunstancia, me parecía que debe ser discutida. Sigo pensando que las únicas guerras por las que vale la pena luchar son las guerras revolucionarias.

¿Y si las únicas guerras que realmente merecen librarse fuesen precisamente las tan calumniadas “guerras de religión”, los conflictos de civilización que, al parecer, amenazan en convertirse en nuestro futuro? O, para decirlo en términos algo menos impopulares: ¿si fuese cierto que lo único por lo que vale la pena morir, o al menos arriesgar la vida, fuesen los ideales? La expresión “guerra de religión” irrita y repele, parece sinónimo de fanatismo y, sobre todo, de una concepción sustancialmente blasfema de la divinidad. De acuerdo, ¿pero entonces los mártires cristianos que estaban dispuestos a ser pasto de los leones con tal de no renegar de su fe eran solo unos testarudos que anteponían sus convicciones, y asimismo su distorsionada visión del servicio de Dios, al respeto de la sacralidad de la vida? Lo mismo podría decirse de quienes murieron por no traicionar una vocación, una idea política, un sueño de plenitud que para ellos valía mucho más que la supervivencia, aun cuando en realidad no creían en una vida después de la muerte. Quizá la fascinación y la conmoción que despierta una película como El Pianista, de Polanski, se deba a que transmite un mensaje de este tipo: ha podido resistir el miedo a la muerte porque seguía una vocación. Los ideales por los que uno se sacrifica cambian con el transcurso de la historia, pero persiste una diferencia radical que Hegel teoriza filosóficamente cuando analiza la relación entre el esclavo y el amo: el esclavo se libera de su esclavitud cuando tiene el valor de arriesgar su vida para luchar por la libertad. Y, si no muere en combate, su vida cambia, se convierte en la de un hombre libre. Nos parece que, incluso si la lucha no termina con un enfrentamiento mortal, la única manera de permanecer en el mundo con dignidad es la de estar dispuestos al “martirio”. No cabe duda de que vive más feliz quien no sacrifica la vida, el tiempo y sus principales preocupaciones a las múltiples divinidades falsas que se le proponen en la banalidad cotidiana y en las imposturas ideológicas interesadas. Por otra parte, la guerra de religión nos horroriza, sobre todo, porque suele enmascarar como deber religioso, lo que, por lo general, no es más que el deber impuesto de defender intereses económicos y, para colmo, a menudo bastante distinto de los nuestros. Es muy probable que la denominada guerra santa de los extremistas islámicos contra Occidente solo sea en realidad una lucha por la supremacía (territorial, económica, petrolífera o, en cualquier caso, muy terrenal) disfrazado como guerra religiosa para el consumo de masas. Nosotros, que no vivimos en el islam, no lo sabemos; en cambio, sabemos muy bien, que “nuestra” guerra de civilización o de religión contra el terrorismo (unificarlo bajo un solo nombre sirve para mantener la necesidad de una guía única) es una guerra de carácter secular y totalmente terrenal. Y podemos oponernos a ella por muchas razones, sobre todo si implica, como de hecho sucede, la violación de muchos de los ideales por los que, en cambio, podríamos llegar a sacrificarnos. Pero, por lo demás, dejemos de conmovernos, piadosa o hipócritamente, a la causa de la sacralidad de la vida. Los latinos nos han transmitido un refrán propter vitam, vivendi perderé causas: “por amor a la vida, acabar perdiendo las razones para vivir”. En muchos aspectos nuestra civilización, rica pero terriblemente carente de sentido, cínica y resignada, se ajusta a esta descripción. No se trata de prepararse para la guerra y de aceptar la ley de la violencia, sino de convencernos de que realmente podemos arriesgar la vida para construir un mundo en el que ya nadie deba sucumbir; es decir, morir o correr peligro de muerte, por voluntad de intereses de los demás, por la estupidez del tránsito vial, por la contaminación insensata o las enfermedades que podrían curarse, como los millones de africanos que mueren a causa del SIDA ante la indiferencia de las multinacionales farmacéuticas y de los Estados “civiles”. Construir un mundo en el que todos puedan elegir con plena libertad el valor, el Dios, en nombre del cual vivir la vida o incluso sacrificarla, podría ser en realidad el ideal de virtud en virtud del cual escapar de la (vida y) muerte estúpida a la que nos arriesgamos a ser condenados.

Octubre de 2002

jueves, 23 de diciembre de 2010

Memoria de mis putas tristes

Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética. Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de amor. Pero también me di cuenta de que era válida la verdad contraria: no habría cambiado por nada del mundo las delicias de mi pesadumbre. Había perdido más de quince años tratando de traducir los cantos de Leopardi, y sólo aquella tarde los sentí a fondo: Ay de mí, si es amor, cuánto atormenta.

martes, 14 de diciembre de 2010

Ante la Ley, de Franz Kafka.


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta al guardián y le pide que le deje entrar. Pero el guardián contesta que de momento no puede dejarlo pasar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde se lo permitirá.

- Es posible - contesta el guardián -, pero ahora no.

La puerta de la ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el campesino se inclina para atisbar el interior. El guardián lo ve, se ríe y le dice:

- Si tantas ganas tienes - intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón hay otros tantos guardianes, cada uno más poderoso que el anterior. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo soportar su vista.

El campesino no había imaginado tales dificultades; pero el imponente aspecto del guardián, con su pelliza, su nariz grande y aguileña, su larga bárba de tártaro, rala y negra, le convencen de que es mejor que espere. El guardián le da un banquito y le permite sentarse a un lado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta entrar un sinfín de veces y suplica sin cesar al guardián. Con frecuencia, el guardián mantiene con él breves conversaciones, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final siempre le dice que no todavía no puede dejarlo entrar. El campesino, que ha llevado consigo muchas cosas para el viaje, lo ofrece todo, aun lo más valioso, para sobornar al guardián. Éste acepta los obsequios, pero le dice:

- Lo acepto para que no pienses que has omitido algún esfuerzo.

Durante largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años abiertamente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo entre murmullos. Se vuelve como un niño, y como en su larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, ruega a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz o si sólo le engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que brota inextinguible de la puerta de la ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte endurece su cuerpo. El guardián tiene que agacharse mucho para hablar con él, porque la diferencia de estatura entre ambos ha aumentado con el tiempo.

- ¿Qué quieres ahora - pregunta el guardián -. Eres insaciable.

- Todos se esfuerzan por llegar a la ley - dice el hombre -; ¿cómo se explica, pues, que durante tantos años sólo yo intentara entrar?

El guardián comprende que el hombre va a morir y, para asegurarse de que oye sus palabras, le dice al oído con voz atronadora:

- Nadie podía intentarlo, porque esta puerta estaba reservada solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

martes, 7 de diciembre de 2010

Antonio Di Benedeto – Zama


Dijo que hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; aún de un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vida, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben, dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden procurarse alimento.