Mientras reflexionaba sobre las posibilidades de las “multitudes” a las que Negri asigna la tarea de destruir el imperio, me exasperaba (como, por otra parte, me continua sucediendo) la discusión sobre las guerras de religión, sobre la violencia homicida que a menudo se reviste de razones ideales, de devoción a Dios y a sus preceptos. Ya que, como decía el presidente Mao, la revolución sigue sin ser una invitación a cenar, sino mas bien algo “violento”, aunque no necesariamente sanguinario, también la hipócrita preocupación por el valor de la vida, siempre y en toda circunstancia, me parecía que debe ser discutida. Sigo pensando que las únicas guerras por las que vale la pena luchar son las guerras revolucionarias.
¿Y si las únicas guerras que realmente merecen librarse fuesen precisamente las tan calumniadas “guerras de religión”, los conflictos de civilización que, al parecer, amenazan en convertirse en nuestro futuro? O, para decirlo en términos algo menos impopulares: ¿si fuese cierto que lo único por lo que vale la pena morir, o al menos arriesgar la vida, fuesen los ideales? La expresión “guerra de religión” irrita y repele, parece sinónimo de fanatismo y, sobre todo, de una concepción sustancialmente blasfema de la divinidad. De acuerdo, ¿pero entonces los mártires cristianos que estaban dispuestos a ser pasto de los leones con tal de no renegar de su fe eran solo unos testarudos que anteponían sus convicciones, y asimismo su distorsionada visión del servicio de Dios, al respeto de la sacralidad de la vida? Lo mismo podría decirse de quienes murieron por no traicionar una vocación, una idea política, un sueño de plenitud que para ellos valía mucho más que la supervivencia, aun cuando en realidad no creían en una vida después de la muerte. Quizá la fascinación y la conmoción que despierta una película como El Pianista, de Polanski, se deba a que transmite un mensaje de este tipo: ha podido resistir el miedo a la muerte porque seguía una vocación. Los ideales por los que uno se sacrifica cambian con el transcurso de la historia, pero persiste una diferencia radical que Hegel teoriza filosóficamente cuando analiza la relación entre el esclavo y el amo: el esclavo se libera de su esclavitud cuando tiene el valor de arriesgar su vida para luchar por la libertad. Y, si no muere en combate, su vida cambia, se convierte en la de un hombre libre. Nos parece que, incluso si la lucha no termina con un enfrentamiento mortal, la única manera de permanecer en el mundo con dignidad es la de estar dispuestos al “martirio”. No cabe duda de que vive más feliz quien no sacrifica la vida, el tiempo y sus principales preocupaciones a las múltiples divinidades falsas que se le proponen en la banalidad cotidiana y en las imposturas ideológicas interesadas. Por otra parte, la guerra de religión nos horroriza, sobre todo, porque suele enmascarar como deber religioso, lo que, por lo general, no es más que el deber impuesto de defender intereses económicos y, para colmo, a menudo bastante distinto de los nuestros. Es muy probable que la denominada guerra santa de los extremistas islámicos contra Occidente solo sea en realidad una lucha por la supremacía (territorial, económica, petrolífera o, en cualquier caso, muy terrenal) disfrazado como guerra religiosa para el consumo de masas. Nosotros, que no vivimos en el islam, no lo sabemos; en cambio, sabemos muy bien, que “nuestra” guerra de civilización o de religión contra el terrorismo (unificarlo bajo un solo nombre sirve para mantener la necesidad de una guía única) es una guerra de carácter secular y totalmente terrenal. Y podemos oponernos a ella por muchas razones, sobre todo si implica, como de hecho sucede, la violación de muchos de los ideales por los que, en cambio, podríamos llegar a sacrificarnos. Pero, por lo demás, dejemos de conmovernos, piadosa o hipócritamente, a la causa de la sacralidad de la vida. Los latinos nos han transmitido un refrán propter vitam, vivendi perderé causas: “por amor a la vida, acabar perdiendo las razones para vivir”. En muchos aspectos nuestra civilización, rica pero terriblemente carente de sentido, cínica y resignada, se ajusta a esta descripción. No se trata de prepararse para la guerra y de aceptar la ley de la violencia, sino de convencernos de que realmente podemos arriesgar la vida para construir un mundo en el que ya nadie deba sucumbir; es decir, morir o correr peligro de muerte, por voluntad de intereses de los demás, por la estupidez del tránsito vial, por la contaminación insensata o las enfermedades que podrían curarse, como los millones de africanos que mueren a causa del SIDA ante la indiferencia de las multinacionales farmacéuticas y de los Estados “civiles”. Construir un mundo en el que todos puedan elegir con plena libertad el valor, el Dios, en nombre del cual vivir la vida o incluso sacrificarla, podría ser en realidad el ideal de virtud en virtud del cual escapar de la (vida y) muerte estúpida a la que nos arriesgamos a ser condenados.
Octubre de 2002