Nuestras instituciones, como toda obra humana, nos dejan ver
las imágenes que precedieron a su concepción. El derecho, como la técnica, la
religión o las artes, es un hecho de la cultura que inscribe en el tiempo las
representaciones del mundo que dominan una época. Estas representaciones
-técnicas, jurídicas o artísticas- tienen cada una, por supuesto, sus propios
sistemas de referencia. El avión incorpora en tanto que objeto técnico el sueño
humano de elevarse a los cielos, pero su eficacia depende del grado de verdad
de los conocimientos científicos que precedieron su construcción. Este
adosamiento a las verdades científicas distingue los objetos técnicos modernos
de los de la Antigüedad que no eran, según Jean-Pierre Vernant, más que
“trampas tendidas en aquellos puntos donde la naturaleza se deja engañar”, es
decir, recetas fundadas en la eficacia. Contrariamente la obra de arte, en
tanto se encuentra totalmente emancipada del imperativo de verdad, puede
evadirse del peso del mundo tal cual es. Sin embargo, para ser considerada como
una obra de arte (¡en principio!) debe tener un valor estético y es a partir de
esta vara estética que será juzgada.
El derecho ocupa una posición a medio camino entre el arte y la técnica. Su referencia última no es ni la verdad ni la estética sino la justicia. Del mismo modo que un zeppelín puede revelarse peligroso o una pintura puede no ser más que un 'cuadrucho', una regla de derecho puede ser injusta. Sin embargo, decir que es implica referenciarse con un deber ser. Como el arte, el derecho se desarrolla en un mundo ficticio -por ejemplo, el de una República donde reinan la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero como la técnica, pretende intervenir sobre el mundo real y por ello debe tenerlo en cuenta.