-Pero ¿Qué te crees? ¿Pensas que te vas a ir anyes de darme? No seas orgullosa. Tu macho no se va a enterar, nadie lo va a saber. Y vas a ver lo que es un hombre de verdad…
Y trataba de acariciarla, de dominar su rabia, de hacerle sentir deseo. Sus manos bajaban a lo largo del cuerpo, la acostó con esfuerzo. Ella repetía su frase:
-Dejame, desgraciado… Dejame, desgraciado…
Pedro le levantó la pollera de percal y aparecieron los muslos duros de la negra. Pero mantenía una pierna sobre la otra y Pedro intentó separarlas. La negrita reaccionó de nuevo y como el muchacho la seguía acariciando y le hizo sentir la llegada impetuosa del deseo, no lo golpeó más, sino que le hacía un pedido angustioso.
-Dejame que soy virgen. Vos no me queres, después vas a encontrar a otra. Yo soy virgen, me vas a arruinar.
Pedro la miró, lloraba de miedo y también porque sentía flaquear su voluntad, tenía los pechos hinchados.
-¿Sos virgen de verdad?
-Te lo juro por Dios Nuestro Señor, por la Virgen – y se besaba los dedos en cruz.
Pedro Bala vacilaba. Los pechos de la negrita hinchados bajo sus dedos. Las piernas duras, la mota del sexo.
-¿Lo decís en serio? – y no paraba de acariciarla.
-Te lo juro. Dejame ir, que mi mamá me esta esperando.
Lloraba y Pedro sentía pena, pero el deseo estaba suelto dentro de él. Entonces le propuso al oído (y con la lengua le hacía cosquillas).
-Solo por atrás
-No. No.
-No te pasa nada. Seguís virgen igual.
-No. No, que duele.
Pero seguía acariciándola y ella sintió todo el cuerpo convulsionado. Comprendió que si no lo satisfacía como pedía, su virginidad terminaría allí. Y cuando le prometió (nuevamente su lengua la excitaba desde el oído)
-Si te duele, la saco…- consintió
-Jurame que adelante no.
-Te lo juro.
Pero después que se satisfizo (ella había gritado y le mordía las manos), al ver que la negrita todavía estaba poseída por el deseo, trató de desvirgarla. Ella lo advirtió y saltó como una loca:
-¡Todavía más, desgraciado, con lo que me hiciste! ¿me querés arruinar?
Y sollozaba fuerte, levantando los brazos, enloquecida, toda su defensa estaba en los gritos, en las lágrimas, en las imprecaciones contra el jefe de los Capitanes de la Arena. Pero para Pedro la mayor defensa de la negrita eran sus ojos llenos de pavor, ojos de animal débil que no tiene fuerza para defenderse. Y como su deseo primario ya estaba satisfecho y como la angustia del principio de la noche volvía a dominarlo le dijo:
-Si te dejo, ¿volvés mañana?
-Si, vuelvo.
-Solo te hago lo de hoy. Igual seguís virgen…
Ella dijo que si con la cabeza. Sus ojos parecían los de un loco y en ese momento lo único que quería es escaparse. Ahora que las manos de Pedro ya no la tocaban, ni su labio ni su sexo, su único deseo era escapar y defender su virginidad. Respiró cuando Pedro le dijo:
-Entonces, adate. Pero si no volvés mañana… Cuando te agarre, vas a ver…
Ella empezó a caminar sin contestarle nada. El muchacho la acompañaba:
-Te acompaño para que no te agarre otro…
Iban los dos juntos y ella lloraba. El quiso agarrarle una mano pero ella no lo dejó y se la apartó. Pedro intentó nuevamente tomarle la mano y nuevamente ella la retiró. Entonces le dijo:
-¿Qué te pasa?
Y caminaron tomados de la mano. Ella lloraba y ese llanto angustiaba a Pedro Bala, izo que volviera la angustia del comienzo de la noche, la visión de su padre muriendo en la lucha, la visión de Omolu anunciando venganza. Empezó a maldecir íntimamente el encuentro con la muchacha y apuró el paso para legar cuanto antes al nacimiento de la calle. Ella lloraba y Pedro le dijo con rabia:
-¿Qué te hice? Yo no te hice nada…
Ella apenas lo miró (aunque todavía iba a su lado con pavor) y sus ojos estaban llenos de odio y de desprecio. Pedro bajo la cabeza sin saber que decir, ya no sentía rabia ni deseo, solo había tristeza en su corazón. Un hombre cantaba una zamba en la calle. Ella lloró más fuerte, el iba pateando la arena. Ahora se sentía más débil que ella, la mano de la negrita en su mano pesaba como si fuera de plomo. La soltó y ella se la apartó. Pedro no protestó. Prefería no haberla encontrado, no haber encontrado tampoco a Joao de Adao, no haber ido a Gantois.
Llegaron a la calle, le dijo:
-Ahora podes ir sola, no te van a hacer nada.
Ella volvió a mirarlo con odio y se echo a correr. Pero en la primera esquina se dio vuelta, lo miró (él todavía estaba observándola) y lo maldijo con una voz llena de miedo:
-Peste, que el mal te acompañe, desgraciado. Que Dios te castigue, desgraciado. Hijo de Puta, desgraciado – su voz solitaria atravesaba la calle y estremecía a Pedro Bala.
Y antes de desaparecer a la vuelta de la esquina escupió el suelo con un despreecio supremo y repitió:
-Desgraciado, desgraciado…
En el primer momento Pedro se quedó parado, después se echó a correr por el arenal como si los vientos lo persiguieran, como si tuviera que escapar de las maldiciones de la negrita. Y tenía ganas de tirarse al mar para quitarse tanta angustia, las ganas de vengarse de los hombres que habían matado a su padre, el odio que sentía contra la ciudad rica que se extendía al otro lado del mar, por la Barra, la Victoria, la Graca, la desesperación de su vida de chico abandonado y perseguido, la pena que sentía por esa pobre negrita, una niña también.
“Una niña también”, oía la voz del viento, en el samba que cantaban, una voz dentro de él.