Este libro es una deuda que tengo que pagar como se pagan las deudas
del amor. Una deuda con más de la mitad de los sonidos que he oído
en mi vida, inevitablemente, porque estaban en el aire. (Por otro
lado, bien lo sé, las deudas con el silencio son impagables.) El
detonante de este texto fue la lectura de un ensayo de James Fenton
en el número 64 de Diario de Poesía de
Buenos Aires que comienza así: “Hace unas décadas, cuando conocí
estrechamente a algunos aspirantes a poetas estadounidenses, lo que
más me llamó la atención fue que esos poetas -que experimentaban
cierta antipatía por cualquier poema que no fuera contemporáneo-
tenían una amplitud de gustos en música, y por
lo tanto en las letras de esas músicas, que no se relacionaban para
nada con sus gustos en poesía. Era como si usaran una parte
diferente del cerebro para pensar en el tema de la música. Y
lo que es más, era como si en esa parte diferente tuvieran las cosas
más claras que en la parte con la que pensaban la poesía. En la
parte musical sabían muy bien qué les gustaba y deseaban escuchar,
y aún qué deseaban hacer si, por ejemplo, tomaban una guitarra para
interpretar una melodía o para componer una canción. Pero en cuanto
a la parte poética, sus juicios eran defensivos y tensos; tenían
claridad para una cosa y confusión acompañada de cierto nerviosismo
para la otra. Se me ocurrió entonces que esos poetas serían más
felices si echaran abajo las barreras de su cerebro, si aceptaran que
la persona dedicada a estudiar escritura creativa con el propósito
de producir poesía era la misma cuyo auto estaba lleno de cintas de
música country”.
Más adelante, Fenton señala que
hoy en día se escribe poesía mucho más para el ojo que para el
oído. El objeto del poeta culto es ser leído en silencio y
recogimiento y no se imagina interpretado en voz alta por sí mismo o
por otro.
El ensayo de Fenton toma otro rumbo,
por demás muy interesante, y no menciona el atajo por donde yo tomé,
a saber, que no solo existe esa incongruencia en los gustos, sino
que, a pesar de que los malos versos superan a los buenos, en la
llamada canción popular latinoamericana del siglo XX existe un
corpus de poesía para ver, escrita originalmente para ser oída.