viernes, 6 de mayo de 2011

La colonización psiquiátrica de la vida – Iván de la Mara Ruiz y Alberto Ortiz Lobo

Dentro de este proceso general de medicalización, los profesionales que trabajamos en los servicios de salud mental públicos estamos asistiendo a un incesante incremento de distintas demandas de parte de la población que no se corresponden con los trastornos o enfermedades clásicos y que tienen una respuesta técnica sanitaria muy dudosa. Son demandas que muchas veces tienen que ver con sentimientos de malestar estrechamente relacionados con los avatares de la vida cotidiana, sentimientos desagradables (tristeza, angustia, rabia, frustración, impotencia, soledad, odio, hostilidad…) que aparecen en el contexto de un acontecimiento o situación emocional adaptativa, legítima y proporcionada y, por tanto, no patológica. Otras veces, las demandas están desencadenadas por sufrimientos, rechazos o temores del entorno inmediato al paciente. Hasta ahora, la cultura había hecho tolerable este tipo de sufrimiento al integrarlo dentro de un sistema de significados colectivos y ha afrontado así el dolor, la anormalidad y la muerte, interpretándolos en gran parte con discursos ajenos a la mirada médica. Sin embargo, actualmente la población acepta cada vez menos que el sufrimiento es una parte inevitable del enfrentamiento consciente con la realidad y llega a interpretar cada dolor como un indicador de su necesidad para la intervención de la ciencia aplicada. En este sentido, la nueva cultura médica aparta ese dolor de todo contexto subjetivo o intersubjetivo con el fin de neutralizarlo mediante una solución técnica, lo que propicia el mayor consumo de servicios sanitarios, como ya nos advertía Ivan Illich hace casi 40 años.

domingo, 1 de mayo de 2011

Alessandro Baricco – Los Bárbaros. Ensayo sobre la Mutación.

En esa época existía la marca al hombre. Eso significa que durante todo el partido jugabas pegado a un jugador contrario. Era lo único que se te pedía: anularlo. Este imperativo comportaba una intimidad casi embarazosa. Era un fútbol simple, por lo que yo, que llevaba el número 3, marcaba a su número 7, y los números 7 eran, en el fondo, todos iguales. Delgaditos, piernas torcidas, rápidos, algo anárquicos, unos liantes de cuidado. Hablaban mucho, se peleaban con todo el mundo, se ausentaban decenas de minutos, como presas de repentinas depresiones, y después te engañaban como serpientes, escabulléndose con una imprevista vitalidad que tenía el aspecto de la convulsión de un moribundo. Después de un cuarto de hora ya lo sabías todo sobre ellos: cómo driblaban, cómo odiaban a los delanteros centro, si tenían problemas en la rodilla, cuál era su oficio y que desodorante usaban (algunos Rexona que eran letales). Lo demás era una partida de ajedrez en la que él llevaba las blancas. El inventaba, tú destruías. Por lo que a mí respecta, el mejor resultado era verlo marcharse expulsado por protestar, sumido ya en plena crisis nerviosa, con sus compañeros mandándolo al infierno. Yo disfrutaba mucho cuando al salir, anunciaba, gritando, que él no volvería a jugar nunca más con ese equipo: ahí encontraba yo el sentido de un trabajo bien hecho.

No existían los contragolpes, los relevos, no se practicaba e fuera de juego, no se iba a las bandas para centrar, no se hacía la diagonal. Cuando uno cogía la pelota, buscaba al primer centrocampista disponible y se la pasaba: como el cocinero que le pasa el plato al camarero. Que se encargara él. Sacarla desde la banda quedaba muy bien (¡te aplaudían!) y cuando en verdad te encontrabas en dificultades se la pasabas hacia atrás al portero. Eso era todo. Me gustaba.

Después las cosas cambiaron. Empezaron a aparecer unos número 7 que no hablaban, no se deprimían; pero para compensar se quedaban atrás, a la espera. No me quedaba claro de qué. Tal vez me esperan a mí, me dije. Y fue entonces cuando crucé el centro del campo. Las primeras veces era algo extraño: desde el banquillo todos empezaban a gritarte: “¡Vuelve! ¡Cubre!”, pero entretanto tú ya estabas allí, respirando un aire fresco, y luego te volvías, pero como cuando vuelve uno de la playa el domingo por la tarde, de mala gana, y cada vez te quedabas un rato más. Llegué a verle la cara al portero adversario (no me había ocurrido nunca antes) y hasta me tocó recibir la pelota de nuestro número 10, un fuera de serie muy creído al que siempre había visto jugar desde lejos: me miró precisamente a mí y me la pasó, con el aire de un García Márquez que me tendiera su cuaderno de notas diciéndome: “Guárdamelo un momento, voy a mear”. Menudas experiencias.

Cuando llegó la marca por zonas busqué la manera de hacerme el daño suficiente como para dejarlo. No es que no me apeteciera ese asunto de comprender, en cada una de las ocasiones, a quién me tocaba marcar, sino que había crecido con una cabeza diferente, antigua, y toda esa infinidad de posibilidades y de distintas tareas pendientes me parecía algo bonito, pero pensado para otro. Me fastidiaba jugar en línea, me parecía horroroso dar un paso adelante para dejar en fuera de juego al atacante, y era un engorro hacer la diagonal para superar a alguien con quien ni siquiera te habías cruzado antes. También echaba de menos esa hermosa sensación de ver siempre, con el rabillo del ojo, por detrás de mí, la silueta lenta y paternal del líbero. Y creo que echaba mucho de menos todo aquel tiempo que había pasado encima del número 7, mientras la pelota estaba lejos: se hablaba, se cometían pequeñas faltas para intimidar, se arrancaba sin pelota, como caballos idiotas. De vez en cuando él se iba para la banda izquierda, buscando un poco de aire: se notaba que aquél no era su espacio, pero lo hacía con la esperanza de sacarse de encima a su mastín personal. Me gustaban sus ojos, cuando te miraba desde ahí, seráfico e ineluctable. Entonces regresaba a la derecha, como esas personas que montaron una tienda de alimentación en el centro, pero a los que la miseria no los abandona y entonces volvían para su pueblo.

Era esa clase de fútbol. Nunca he dejado de echarlo de menos.