No se tiene en
cuenta que el inmigrante no es lo selecto de su país, no es el
propietario que
tiene su pasar en la pequeña propiedad que heredó de sus padres, y que la cuida
y hace producir para mantener a sus hijos, sino el bracero que el exceso de
población y las escaseces de retribución hacen salir en busca de una vida
mejor. Los que estando bien vienen a buscar el modo de hacer rápida fortuna son
los menos, las excepciones; y yo encuentro hasta ridícula la pretensión de que
la inmigración ha de ser seleccionada, lo mejor, porque nadie se desprende para
el vecino de lo mejor de su casa, que procura conservarlo y guardarlo para sí.
El hecho
continental desde el Canadá y los Estados Unidos hasta Chile y la República
Argentina, es que el inmigrante viene más pobre que el reñícola, y que es
inferior a éste, al menos porque no conoce el país y tiene que adaptarse, y se
adapta, no siguiendo antes de establecerse un curso de agricultura, sino
conchavándose para ganar la vida, o si ha traído con que comprar el lote
imitando a su vecino, porque no tiene otro criterio.
La gran ventaja
y la única ventaja que tiene el inmigrante es el hábito de ahorro; pero este
mismo lo dirige mal; las facilidades de adquirir, en vez de llevarlo a la
variedad de cultivos que le harían bastarse a sí mismo, que le darían trabajo
todo el año, le llevan a la extensión, a las grandes zonas. No olvidaré nunca
la satisfacción suprema con que me dijo un italiano: yo soy propietario de más
del doble del terreno que posee el Rey de Italia.
Ese colono
aprende a arar y a sembrar trigo, y de ahí no pasa; no cultiva una cebolla
porque no sabe; mientras en el Interior, aun en las antiguas reducciones, hay
muchos que saben y hacen, viviendo una vida mezquina, que podrían ser grandes
elementos de progreso para el país sirviendo de ejemplos vivos de enseñanza
práctica.
En tal sentido
he hablado en mi informe anterior de colonias criollas en Santa Fe y Córdoba,
para sacar a esos criollos de los rincones en que viven; no para crearles un
hogar, que generalmente ya tienen, sino para mejorárselo y para que sirvan de
ejemplo, para que induzcan al agricultor, que hoy pierde la mitad de su tiempo,
a que lo aproveche en ocupaciones productivas, procurando el arraigo en cada
comarca de las gentes necesarias para satisfacer las necesidades de la
producción, dándole así bases estables.
Así veo pensar
al doctor Arata, al doctor Ramos Mejía, al doctor Gallegos y a todos cuantos se
dan cuenta del estado del país y buscan su remedio con amor, ajenos a miras
personales y políticas.
Pero no basta
dar instrucción práctica y educar el carácter, es necesario de todo punto
elevar el patriotismo; la depresión de este sentimiento es manifiesta; muchas
causas concurren a debilitarlo.
No hace muchos
días decía un diario de esta capital, y por cierto no en son de crítica, que en
las calles de esta ciudad cosmopolita los trajes más abigarrados no llamaban la
atención de nadie; sólo el traje criollo era chocante y ridículo.
En ese mismo
diario, para ponderar un acto de injusticia, se decía: «Es un acto de justicia
criolla»; y todos los días y a cada rato, los desaciertos de la política, los
abusos electorales, los desmanes policiales, todo lo malo no encuentra
calificativo más aplastante que el de criollo.
Los vicios no
son malos por sí mismos en lo que tienen de común en la humanidad, sino en lo
que tienen de criollo. Los miembros de una nacionalidad se reúnen y se
embriagan: eso está en sus costumbres, nada tiene de particular; pero se
embriaga un criollo el sábado, ese es vicio criollo. Pululan por las calles
cientos y miles de inmigrantes llenos de robustez y de salud implorando la
caridad pública, en vez de ir a trabajar a las colonias que los llaman; se
explica como un inconveniente de la inmigración; no quieren ir a lo
desconocido; pero si entre esos miles hay uno por ciento de criollos, es
intolerable, este pueblo no tiene remedio, debe desaparecer víctima de la
ociosidad y de los vicios.
Esto lo oye, lo
lee y lo ve todos los días el criollo, y lo que es peor, como lo he hecho notar
en muchos capítulos de este informe, cuando en verdad es superior en calidad y
fuerza, se le paga menos por su trabajo porque es criollo; así como no es
posible que una mujer, aunque haga más y mejor trabajo que un hombre gane tanto
como éste, no es posible que el criollo gane tanto o más que el extranjero; su
nacionalidad es una causa deprimente.
¿Es así como se
eleva el carácter de los pueblos y se los estimula?
Esto lo que
produce es el menosprecio de sí y de lo propio; y no puede apreciar a los demás
quien no tiene el aprecio de sí y de lo suyo.
El amor de la
humanidad, la fraternidad universal, no pueden existir sino como una sobreextensión
del amor en la unidad elemental, en la familia. ¿Cómo amará la tierra entera y
la considerará como la patria de todos los hombres, quien no tiene un especial
y concentrado amor al suelo que dio la materia para formar sus huesos y sus
carnes? ¿Cómo podrá decir que ama fraternalmente a todos los hombres quien no
tiene la idea del amor y de la solidaridad de los que nacieron del mismo seno?
¿Cómo se extenderá lo que no existe?
Esas
fraternidades preconizadas por los que las utilizan de inmediato, a cambio de
una reciprocidad que no se hará efectiva nunca, tienen todos los ribetes de una
explotación más o menos hábil, pero no son sinceras.
Y en verdad cada
hombre lleva ese amor encarnado, a pesar de todo lo que él mismo quiera hacer
para contradecirlo. En Tucumán como en Buenos Aires, en Mendoza como en el
Rosario, después de uno de esos discursos que a fuerza de repetirse se han
hecho ya tan comunes y necesarios, he tomado anarquistas catalanes, los más
fanáticos, ya enfermos, y les he hecho ver los defectos o vicios que allí se
padecen. La enfermedad hace alto: Barcelona es el paraíso de la tierra, la
ciudad ideal, el obrero catalán es el primero del mundo; el anarquista
italiano, por enfermo que esté, por más que quiera destruir medio mundo, ¡ma
l´Italia e bella! para el otro, la civilización y el progreso humano no pueden
existir sin la Francia; y el inglés no es anarquista, porque el mundo es suyo,
y todo lo que no es inglés no tiene más derecho que el honor de dejarse
explotar por los ingleses.
Nada diré del
poder corruptor de las grandes empresas, ni tampoco del que labra su fortuna
contando por los pesos que acumula los días que le faltan para dar la vuelta; y
sería largo detallar tantas causas como concurren a enervar el patriotismo, sin
el cual no hay pueblo grande posible.
Hay, pues, que
elevar ese sentimiento, dignificar al criollo, crearle el alto aprecio de sí
mismo, para que aprecie y respete a los que vienen. Nadie puede creer que se le
ha de tratar en una casa, por más que sea el día del convite, mejor que a los
de la casa misma.
La letra de la
Constitución es hacer partícipe a los hombres de toda la tierra del bienestar
del pueblo argentino; supone que es ese el objeto primordial del gobierno:
crearlo para participarlo.
Y no me cabe la menor duda: la mejor propaganda,
el mejor llamado para el extranjero, es el bienestar del hijo del país.