lunes, 27 de noviembre de 2023

RINESI, Eduardo. Chapitre i. La démocratie contre la république ? In: La diagonale des conflits: Expériences de la démocratie en Argentine et en France [en línea]. Paris: Éditions de l’IHEAL, 2018 (generado el 24 novembre 2023).

Si bien es cierto que uno de los rasgos centrales de los gobiernos que se sucedieron en el país son de carácter fuertemente democrático (en el sentido, lo repito, de que favorecen un proceso de extensión de una serie de derechos ciudadanos), debemos también tener en cuenta otro rasgo específico de estos gobiernos, a saber, su carácter resueltamente liberal. La preocupación gubernamental, típicamente liberal y quizás hasta el momento nunca igualada (a causa de la falta de eficacia o de poder de los gobiernos que lo precedieron), es actualmente garantizar a los ciudadanos un conjunto de libertades individuales y colectivas (como la expresión de las ideas sin censura, manifestarse en la vía pública sin temor a represión policial o incluso elegir por que medios informarse). En este sentido, el problema de los gobiernos kirchneristas no es el de su presumido antiliberalismo. Es más bien exactamente el contrario. Si se me permite simplificar las cosas, el problema de los gobiernos kirchneristas es precisamente su liberalismo. Si esta noción remite en un sentido a la preocupación por las garantías fundamentales de los ciudadanos, en otra acepción (menos interesante pero complementaria, en la que utilizamos el término más arriba),  designa la tendencia a privilegiar las relaciones verticales -de representación de ciudadanos por sus dirigentes, de distancia, e incluso de separación de los primeros y los segundos- por sobre las relaciones horizontales – entre ciudadanos que aspiran a participar activamente en asuntos públicos. A riesgo de utilizar de manera abusiva una categoría que tiene una significación histórica densa y precisa para los colegas franceses con quienes compartimos estas reflexiones, quisiera llamar jacobinismo a la política (expresada por el kirchnerismo) que tiende a ligar una ideología emancipadora, igualitaria o vanguardista, con una idea fuerte de representación de la voluntad general por una élite política ubicada en la cima del aparato del Estado. (RINESI, Eduardo ¿La democracia contra la república? en “Las diagonales del conflicto”.)

lunes, 20 de noviembre de 2023

ADAMOVSKY, Ezequiel, BUCH, Esteban, “La marchita, el escudo y el bombo, una historia cultural de los emblemas del peronismo, de Perón a Cristina Kirchner”, Planeta, Buenos Aires, 2016, pp. 260-263

Contrariamente a lo que indicaría el sentido común, el antiperonismo no surgió como reacción al peronismo. Si hiciéramos un repertorio de los temas, estereotipos, críticas y vocabularios propios del antiperonismo, encontraríamos que casi todos ellos estaban ya presentes en 1945. Por el contrario, ese año el peronismo todavía no existía como tal. Por supuesto, es taba Perón, estaban las medidas que venía tomando al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión y estaba también el apoyo que recibía de las clases bajas. Pero en lo que refiere a sus ideas, su visión sobre el país, sus prácticas políticas, sus formas de organización, incluso sus liderazgos, se trataba de una corriente todavía en estado magmático. Solo luego de llegado al gobierno el movimiento peronista se constituiría como tal. Buena parte de los rasgos con los que lo asociamos hoy fueron surgiendo luego de 1946, forjados también ellos, en buena medida, como reacción a la oposición y los rechazos que había cosechado en el amplio campo del antiperonismo. Las antipatías y resistencias de los otros fueron orientando su desarrollo tanto como las ideas previas que Perón y sus seguidores aportaron. En otras palabras, no puede afirmarse que llegara primero el peronismo como una propuesta ya completa y cerrada, produciendo luego, como reacción, el antiperonismo. Ambas identidades políticas se forjaron juntas y en relación. Si de alguna pudiera decirse que tuvo precedencia sería más bien de la segunda.

De hecho, el antiperonismo surgió como una lectura del fenómeno peronista informada por ideas, conceptos, narrativas y ansiedades que eran previos, heredados de etapas muy anteriores. Además de percibir a Perón como un posible líder fascista, el movimiento que desató entre las masas fue inmediatamente interpretado como la reactualización de amenazas más antiguas que acechaban a la nación argentina. En el contexto de 1945 se volvió a hacer presente el temor recurrente, para ciertos grupos sociales, de que alguna forma de democracia plebeya viniera a poner en riesgo la República. Se trataba de una angustia que venía desde tiempos de las guerras civiles del siglo XIX, relacionada con la idea de que en el pueblo argentino anidaban tendencias igualitaristas turbulentas, inorgánicas, emocionales, colectivistas, enemigas de la racionalidad y de la dignidad del individuo, que conspiraban contra el normal funcionamiento de las instituciones. Pasado el contexto de las luchas entre Unitarios y Federales, ese temor se había vuelto a activar cuando Yrigoyen llegó al poder en 1916 y por supuesto resurgió en 1945. Aunque se trataba de un motivo típicamente liberal presente en intelectuales y políticos argentinos -por caso, Vicente F. López o Ricardo Levene- tanto como de otros países, aquí se entrelazaba con narrativas acerca de la nación y de su historia que eran más peculiares. En efecto, el temor por la posible irrupción de un democratismo plebeyo e inorgánico se manifestaba especialmente cuando aparecía en el horizonte alguna figura carismática, un «caudillo» como aquellos del siglo XIX, capaz de excitar y dar cauce a impulsos plebeyos que de otro modo estarían bajo control. Se temía de esos caudillos no tanto su autoritarismo, como la perspectiva de que abrieran las puertas para que la plebe pisoteara las jerarquías sociales fundamentales, el régimen que establece quién es más que quién en la sociedad. Domingo F. Sarmiento y otros luego de él expresaron esa preocupación con toda claridad, en particular con referencia a los tiempos traumáticos de Juan Manuel de Rosas, al accionar violento de sus mazorqueros, a la «traición» de los negros del servicio doméstico que actuaban como espías denunciando a los patrones de simpatías unitarias, o a los gauchos que asolaban la ciudad y la campaña con sus montoneras. El peligro de ese caudillismo plebeyo parecía haber quedado con jurado con la organización nacional. Y sin embargo, el sufragio universal reactivó esos viejos temores; tanto Yrigoyen como más tarde Perón fueron inmediata e insistentemente comparados con Rosas y sus seguidores con La Mazorca. Y por supuesto, todas estas ansiedades, ancladas en formas particulares de imaginar el pasado y el presente, remitían a una narrativa que, desde Sarmiento, había explicado la trayectoria de la Argentina como una trabajosa lucha de la civilización contra la barbarie, de la cultura europea contra las costumbres criollas, de lo blanco contra lo negro y trigueño, de lo urbano contra lo rural, de Buenos Aires contra el Interior, de las leyes y la República contra los lazos personales y la emotividad en política. Para comienzos del siglo XX esa lucha se había proclamado concluida con la victoria del primer polo. Pero era una victoria sobre la que nunca dejó de haber dudas y ansiedades. Lo bárbaro y la incultura -se sospechaba- seguían allí agazapados, listos para aflorar apenas se relajaran los controles. Contra Yrigoyen, nuevamente, se movilizaron estas nociones. Los conservadores lo acusaron de liderar un movimiento «de “manumisión de los negritos”; los socialistas, de ser expresión de la vieja “política criolla” personalista y demagógica. Y naturalmente fueron nociones que también se reactualizaron con el ascenso de Perón. Por ejemplo, en una serie de conferencias que el intelectual socialista Américo Ghioldi dictó en noviembre y diciembre de 1945, advirtió que «los argentinos confrontamos otra vez y bajo nuevas formas, el antiguo discurrir entre civilización y barbarie, ya que han vuelto, a galope tendido, odios que creíamos extinguidos, fuerzas primitivas lanzadas al asalto...» Acusaba a Perón de ser un nuevo «caudillo de la guerra civil», lanzado a explotar los resentimientos de ese resto primitivo que hoy «se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella... ». Para el conservador Adolfo Mugica el país vivía en esos días como en una especie de «inmensa merienda de negros». 

domingo, 12 de noviembre de 2023

Rinesi, Eduardo y Vommaro, Gabriel, Notas sobre la democracia, la representación y algunos problemas conexos, en "Los lentes de Víctor Hugo, transformaciones políticas y desafíos teóricos en la Argentina reciente", pp. 431-432

(...) La palabra de Alfonsín se hacía carne, por así decir, encontraba su efectividad y se volvía propiamente política en su encuentro con las multitudes movilizadas para oírla, y es sin duda esta conjunción, este encuentro entre las habilidades oratorias del caudillo radical y la fuerza de una ciudadanía movilizada y activa lo que está en la base del "fenómeno” alfonsinista.? Otra vez nos sirve recordar a Landi, quien afirmaba que el tipo de relación que se establece entre un orador y un auditorio presente y activo configuraba "la forma privilegiada de comunicación política" de aquella época (Landi, 1985: 22), observación tanto más importante cuanto que esa forma privilegiada de comunicación política no tardaría en ser reemplazada por otras, bien distintas.

¿Cuándo ocurrió esto último? No de un día para otro, desde luego, pero no hay duda de que sí es posible establecer una suerte de punto de inflexión alrededor de los decisivos acontecimientos de la Semana Santa de 1987, que fueron por cierto objeto de sutiles análisis de Landi en más de un sitio. Los hechos son conocidos y recordados: después de tres días de fuerte tensión, frente a la asamblea popular que se había reunido en la Plaza de Mayo en respuesta al motín de un sector rebelde

del ejército, Alfonsín anunció desde el balcón de la casa de gobierno que se disponía a dirigirse a la guarnición donde se habían atrincherado los militares sublevados, y pidió al pueblo reunido que lo esperara allí, en la plaza. Un rato más tarde, tras haber conversado personalmente con los amotinados, volvió a dirigirse a la ciudadanía desde el mítico balcón, esta vez para decirle que la casa estaba en orden y que no había sangre en la Argentina, y para intimar a los presentes a que volvieran a sus casas a festejar las Pascuas en familia. Es imposible exagerar la importancia de este último pedido: desde el mismo balcón desde el que había pronunciado sus más recordados discursos, Alfonsín mandaba ahora a los manifestantes (a una ciudadanía movilizada que había mantenido la vigilia durante tres días) a sus casas. En un mismo gesto vaciaba el balcón de palabras y la plaza de cuerpos: los militantes políticos, sindicales y sociales ya no tenían nada que hacer allí, y a todos ellos empezó sin duda a ganarlos desde ese mismo instante la sensación de que ya no tenían nada que hacer -en un sentido más general- en la así reafirmada política de los representantes. Ése es sin duda el sentido más fuerte del movimiento entero que describe, vista en su totalidad, la convocatoria y posterior desmovilización de la ciudadanía en esa Semana Santa del 87: si al comienzo de la misma los ciudadanos que estaban en sus casas recibían desde la pantalla de sus televisores la urgente invitación a abandonar esa posición de puros espectadores y marchar hacia la Plaza, el domingo por la tarde, en esa misma Plaza, esos ciudadanos debieron oír del mismísimo Presidente de la Nación la invitación a abandonar ese espacio público y marchar disciplinadamente a casa. De casa a la plaza y de la plaza a casa.