viernes, 15 de julio de 2011

Grossman, Vasili. “Todo fluye”

Para un enfermo crónico, en la ciudad sólo existen las farmacias y los hospitales, los ambulatorios y las comisiones de peritaje médico. Para un borracho la ciudad está llena de medios litros de vodka para compartir entre tres. Y para un enamorado, la ciudad se compone de las agujas de los relojes de la calle que marcan la hora de las citas, de los bancos en las avenidas, de las monedas de dos copeks para el teléfono público.

martes, 14 de junio de 2011

Hermanos Karamazov - Fiodos Dostoyevski

Miusov guardó un silencio significativo. De toda su persona emanaba un algo de extrema dignidad. En sus labios apareció una sonrisa de indulgencia. Aliocha lo observaba con el corazón palpitante. La conversación le había impresionado profundamente. Su mirada tropezó con Rakitine, que permanecía inmóvil y escuchaba atentamente, con la cabeza baja. Del vivo color de su tez, Aliocha dedujo que estaba tan impresionado como él, y sabía el motivo.

—Permítanme, señores, que les refiera una anécdota —empezó a decir Miusov con una gravedad presuntuosa—. Hallándome en París, tuve ocasión, después del golpe de Estado de diciembre, de visitar a uno de mis conocidos, personaje importante que entonces estaba en el poder. Era un individuo sumamente curioso que, sin ser del cuerpo de policía, dirigía una brigada de agentes políticos, puesto de gran importancia. Aproveché la ocasión para hablar con él y satisfacer mi curiosidad. Fui recibido como subalterno que presenta un informe, y, al ver que yo estaba en buenas relaciones con su jefe, me trató con una franqueza relativa, es decir, con más cortesía que franqueza, como es costumbre en los franceses, en lo que influyó mi calidad de extranjero. Pero yo le comprendí perfectamente. Entonces se perseguía a los socialistas revolucionarios. Prescindiendo del resto de la conversación, les transmitiré una observación sumamente interesante que se le escapó a aquel caballero: «No tememos demasiado a todos esos socialistas, anarquistas, ateos y revolucionarios. Los vigilamos y estamos al corriente de todos sus movimientos. Pero hay entre ellos un grupo especial, por fortuna poco numeroso, que nos inquieta de verdad: el de los que creen en Dios a pesar de ser socialistas. Es una agrupación francamente temible. El socialista cristiano es mucho más peligroso que el socialista ateo.» Estas palabras me impresionaron entonces, y ahora ustedes me las han recordado.

viernes, 6 de mayo de 2011

La colonización psiquiátrica de la vida – Iván de la Mara Ruiz y Alberto Ortiz Lobo

Dentro de este proceso general de medicalización, los profesionales que trabajamos en los servicios de salud mental públicos estamos asistiendo a un incesante incremento de distintas demandas de parte de la población que no se corresponden con los trastornos o enfermedades clásicos y que tienen una respuesta técnica sanitaria muy dudosa. Son demandas que muchas veces tienen que ver con sentimientos de malestar estrechamente relacionados con los avatares de la vida cotidiana, sentimientos desagradables (tristeza, angustia, rabia, frustración, impotencia, soledad, odio, hostilidad…) que aparecen en el contexto de un acontecimiento o situación emocional adaptativa, legítima y proporcionada y, por tanto, no patológica. Otras veces, las demandas están desencadenadas por sufrimientos, rechazos o temores del entorno inmediato al paciente. Hasta ahora, la cultura había hecho tolerable este tipo de sufrimiento al integrarlo dentro de un sistema de significados colectivos y ha afrontado así el dolor, la anormalidad y la muerte, interpretándolos en gran parte con discursos ajenos a la mirada médica. Sin embargo, actualmente la población acepta cada vez menos que el sufrimiento es una parte inevitable del enfrentamiento consciente con la realidad y llega a interpretar cada dolor como un indicador de su necesidad para la intervención de la ciencia aplicada. En este sentido, la nueva cultura médica aparta ese dolor de todo contexto subjetivo o intersubjetivo con el fin de neutralizarlo mediante una solución técnica, lo que propicia el mayor consumo de servicios sanitarios, como ya nos advertía Ivan Illich hace casi 40 años.

domingo, 1 de mayo de 2011

Alessandro Baricco – Los Bárbaros. Ensayo sobre la Mutación.

En esa época existía la marca al hombre. Eso significa que durante todo el partido jugabas pegado a un jugador contrario. Era lo único que se te pedía: anularlo. Este imperativo comportaba una intimidad casi embarazosa. Era un fútbol simple, por lo que yo, que llevaba el número 3, marcaba a su número 7, y los números 7 eran, en el fondo, todos iguales. Delgaditos, piernas torcidas, rápidos, algo anárquicos, unos liantes de cuidado. Hablaban mucho, se peleaban con todo el mundo, se ausentaban decenas de minutos, como presas de repentinas depresiones, y después te engañaban como serpientes, escabulléndose con una imprevista vitalidad que tenía el aspecto de la convulsión de un moribundo. Después de un cuarto de hora ya lo sabías todo sobre ellos: cómo driblaban, cómo odiaban a los delanteros centro, si tenían problemas en la rodilla, cuál era su oficio y que desodorante usaban (algunos Rexona que eran letales). Lo demás era una partida de ajedrez en la que él llevaba las blancas. El inventaba, tú destruías. Por lo que a mí respecta, el mejor resultado era verlo marcharse expulsado por protestar, sumido ya en plena crisis nerviosa, con sus compañeros mandándolo al infierno. Yo disfrutaba mucho cuando al salir, anunciaba, gritando, que él no volvería a jugar nunca más con ese equipo: ahí encontraba yo el sentido de un trabajo bien hecho.

No existían los contragolpes, los relevos, no se practicaba e fuera de juego, no se iba a las bandas para centrar, no se hacía la diagonal. Cuando uno cogía la pelota, buscaba al primer centrocampista disponible y se la pasaba: como el cocinero que le pasa el plato al camarero. Que se encargara él. Sacarla desde la banda quedaba muy bien (¡te aplaudían!) y cuando en verdad te encontrabas en dificultades se la pasabas hacia atrás al portero. Eso era todo. Me gustaba.

Después las cosas cambiaron. Empezaron a aparecer unos número 7 que no hablaban, no se deprimían; pero para compensar se quedaban atrás, a la espera. No me quedaba claro de qué. Tal vez me esperan a mí, me dije. Y fue entonces cuando crucé el centro del campo. Las primeras veces era algo extraño: desde el banquillo todos empezaban a gritarte: “¡Vuelve! ¡Cubre!”, pero entretanto tú ya estabas allí, respirando un aire fresco, y luego te volvías, pero como cuando vuelve uno de la playa el domingo por la tarde, de mala gana, y cada vez te quedabas un rato más. Llegué a verle la cara al portero adversario (no me había ocurrido nunca antes) y hasta me tocó recibir la pelota de nuestro número 10, un fuera de serie muy creído al que siempre había visto jugar desde lejos: me miró precisamente a mí y me la pasó, con el aire de un García Márquez que me tendiera su cuaderno de notas diciéndome: “Guárdamelo un momento, voy a mear”. Menudas experiencias.

Cuando llegó la marca por zonas busqué la manera de hacerme el daño suficiente como para dejarlo. No es que no me apeteciera ese asunto de comprender, en cada una de las ocasiones, a quién me tocaba marcar, sino que había crecido con una cabeza diferente, antigua, y toda esa infinidad de posibilidades y de distintas tareas pendientes me parecía algo bonito, pero pensado para otro. Me fastidiaba jugar en línea, me parecía horroroso dar un paso adelante para dejar en fuera de juego al atacante, y era un engorro hacer la diagonal para superar a alguien con quien ni siquiera te habías cruzado antes. También echaba de menos esa hermosa sensación de ver siempre, con el rabillo del ojo, por detrás de mí, la silueta lenta y paternal del líbero. Y creo que echaba mucho de menos todo aquel tiempo que había pasado encima del número 7, mientras la pelota estaba lejos: se hablaba, se cometían pequeñas faltas para intimidar, se arrancaba sin pelota, como caballos idiotas. De vez en cuando él se iba para la banda izquierda, buscando un poco de aire: se notaba que aquél no era su espacio, pero lo hacía con la esperanza de sacarse de encima a su mastín personal. Me gustaban sus ojos, cuando te miraba desde ahí, seráfico e ineluctable. Entonces regresaba a la derecha, como esas personas que montaron una tienda de alimentación en el centro, pero a los que la miseria no los abandona y entonces volvían para su pueblo.

Era esa clase de fútbol. Nunca he dejado de echarlo de menos.

sábado, 29 de enero de 2011

Sonata a Kreutzer – León Tolstoi


- Ya sabe usted que por la dominación de las mujeres, por la que sufre la Humanidad, proviene de esto – empezó diciendo mientas guardaba en la maleta el té y el azúcar.

- ¡La dominación de las mujeres! – exclamé –. Pero si los derechos y los privilegios están de parte del hombre.

- Sí, sí, de acuerdo – me interrumpió - . Lo que acabo de decirle explica el hecho extraordinario de que, por una parte, es justo que la mujer se vea reducida al último grado de humillación, y por otra parte, que sea ella la que impere. Esto es igual que lo que les sucede a los hebreos: se vengan de la humillación con el poder del dinero. “Ustedes quieren que solo seamos comerciantes. Está bien. Pero nosotros, comerciantes, los dominaremos”, dicen. “Ustedes pretenden que solo seamos un objeto de placer. Está bien. Pero, precisamente por eso, los someteremos”, dicen las mujeres. La falta de derechos de la mujer no consiste en que no pueda votar ni ser juez (esas misiones no constituye ningún derecho), sino en que n se encuentra en el mismo nivel que el hombre respecto a las relaciones sexuales, en que le está prohibido disfrutar de un hombre o abstenerse según su deseo y elegir en lugar de ser elegida. Ustedes opinan que esto es una inmoralidad. En este caso, tampoco los hombres debían tener ese derecho. Por tanto, como compensación, la mujer influye en la sensualidad del hombre, lo domina de tal manera, que es ella la que elige, aunque parezca otra cosa. Utilizando ente procedimiento, abusa de él y adquiere un poder terrible sobre los hombres.

- ¿En que se manifiesta este poder? – Inquirí.

- ¿En qué? Pues en todo y por doquier. Dé una vuelta por las tiendas en cualquier gran ciudad. Hay una infinidad de objetos cuyo valor es incalculable. Pero en el noventa por ciento de esas tiendas no se encuentra nada para los hombres. El lujo lo necesitan y lo sostienen las mujeres. Fíjese que la mayoría de las fábricas producen objetos de adorno inútiles, coches, muebles y cachivaches para las mujeres. Por su capricho perecen en esas fábricas millones de seres y generaciones de esclavos, como si fueran condenados a trabajos forzados. Como unas reinas, tienen esclavizado el noventa por ciento de la Humanidad en penosos trabajos. Y esto se debe a que se las ha humillado privándolas de los derechos del hombre. Por eso se vengan ejerciendo su influencia sobre nuestra sensualidad y apresándonos en sus redes. Sí, todo se debe a esto. Las mujeres se han convertido en un instrumento que influye de tal modo en la sensualidad de los hombres, que estos no pueden tratarlas con serenidad. En cuanto un hombre se acerca a una mujer, se rinde a sus encantos y pierde la cabeza. Antes me sentía violento en presencia de una señora con traje de noche, pero ahora me invade un verdadero miedo, veo en ello algo peligroso e ilegal. Me entran ganas de llamar a una guardia, de pedir socorro y exigir que hagan desaparecer ese peligro. Usted se ríe, pero no se trata de ninguna broma – me grito –. Estoy seguro de que llegará el momento, y tal vez muy pronto, en que los hombres comprendan esto y se sorprendan de la existencia de una sociedad que ha permitid quebrantar la paz pública con esa provocación directa de la sensualidad debida a los adornos de las mujeres de nuestra esfera. Porque esto es lo mismo que colocar cepos en los paseos y las alamedas. ¡Aún peor! ¿Por qué se prohíbe el juego y se permite a las mujeres que se ponga unos trajes como prostitutas? ¡Eso es mil veces más peligroso que el juego!

sábado, 8 de enero de 2011