martes, 27 de octubre de 2009

Marcel Proust - En busca del tiempo perdido – Por el Camino de Swann


Yo me creía que si Swann hubiera leído mi carta y adivinado su finalidad se habría reído de la angustia que yo sentía; por el contrario, como mucho mas tarde supe, una angustia semejante fue su tormento durante muchos años de su vida, y quizá nadie me hubiera entendido mejor que él; esa angustia, que consiste en sentir que el ser amado se halla en un lugar de fiesta donde nosotros no podemos estar, donde no podemos ir a buscarlo, a él se la enseño el amor, a quien está predestinada esa pena, que la acaparará y se especializará; pero que cuando entra en nosotros, como a mi me sucedía, antes de que el amor haya hecho su aparición en nuestra vida, flota esperándolo, vaga y libre, sin atribución determinada, puesta hoy al servicio de un sentimiento y mañana de otro, ya de la ternura filial, ya de la amistad por un camarada. Y la alegría con que yo hice mi primer aprendizaje cuando Francisca volvió a decirme que entregarían mi carta, la conocía Swann muy bien: alegría engañosa que nos da cualquier amigo, cualquier pariente de la mujer amada cuando, al llegar al palacio o al teatro donde está ella, para ir al baile, a la fiesta o al estreno donde la verá, nos descubre vagando por allí afuera en desesperada espera de una ocasión para comunicarnos con la amada. Nos reconoce, se acerca familiarmente a nosotros, nos pregunta que estábamos haciendo. Y como nosotros inventamos un recado urgente que tenemos que dar a su pariente o amiga, nos dice que no hay cosa mas fácil, que entremos en el vestíbulo y que el nos la mandará antes de que pasen cinco minutos ¡Cuánto queremos – como en ese momento quería yo a Francisca – al intermediario bienintencionado que con una palabra nos convierte en soportable, humana y casi propicia la fiesta inconcebible e infernal en cuyas profundidades nos imaginábamos que había torbellinos enemigos, deliciosos y perversos, que alejaban a la amada de nosotros, que le inspiraban risa hacia nuestra persona!

A juzgar por él, por este pariente que nos ha abordado y que es uno de los iniciados en esos misterios crueles, los demás invitados de la fiesta no deben ser muy infernales. Y por una brecha inesperada entramos en estas horas inaccesibles de suplicio, en que ella iba a gustar de placeres desconocidos; y uno de los momentos, cuyo sucederse iba a formar esas horas placenteras un momento ran real como los demás, aún mas importante para nosotros, porque nuestra amada tiene mayor participación en él, nos le representamos, le poseemos, le dominamos, le creamos casi el momento en que le digan que estamos allí abajo esperando. Y sin duda los demás instantes de la fiesta no deben de ser de una esencia muy distinta a ése, no deben contener más delicias ni ser motivo para hacernos sufrir, porque el bondadoso amigo nos ha dicho: “¡Si le encantará bajar! ¡Le gustará mucho más estar aquí hablando con usted que aburrirse allá arriba!” Pero ¡Ay!, Swann lo sabía ya por experiencia, las buenas intenciones de un tercero no tienen poder ninguno para con una mujer que se molesta al verse perseguida hasta en una fiesta por un hombre a quien no quiere. Y muchas veces el amigo vuelve a bajar el solo.

martes, 6 de octubre de 2009

Marguerite Yourcenar

II. Sixtina

GHERARDO PERINI

El Maestro me dijo:

‑Este es el hito que señala el cruce de caminos, aproximadamente a dos millas de la

Puerta del Pueblo. Ya estamos tan lejos de la Ciudad que los que de ella parten, cargados de recuerdos, cuando llegan aquí ya se han olvidado de Roma. Pues la memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que, a cada alto que hacen en el camino, van

deshaciéndose de unos cuantos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar en donde van a dormir con las manos vacías, desnudos, y se encontrarán, cuando llegue el día del gran despertar, como niños que nada saben del ayer. Gherardo, aquí está el hito. El polvo de los caminos blanquea los escasos árboles que hay por el campo como miliares de Dios; cerca de aquí hay un ciprés cuyas raíces se hallan al descubierto y al que le cuesta vivir. Hay también una posada, y a ella acuden las gentes a beber. Supongo que las mujeres ricas, a las que tienen vigiladas, vendrán aquí entre semana para entregarse a sus amantes y que los domingos, las familias de obreros pobres considerarán una fiesta poder comer en ella. Supongo todo esto, Gherardo, porque en todas partes ocurre lo mismo.

No voy a ir más lejos, Gherardo. No te acompañaré más porque el trabajo apremia y yo soy un hombre viejo. Soy un viejo, Gherardo. En ocasiones, cuando quieres ser conmigo más tierno que de costumbre, llegas a llamarme padre. Pero yo no tengo hijos. Jamás encontré a una mujer que fuera tan hermosa como mis figuras de piedra, a una mujer que pudiera permanecer inmóvil durante horas, sin hablar, como algo necesario que no precisa actuar para ser, que me hiciera olvidar que el tiempo pasa, puesto que ella sigue ahí. Una mujer que se dejara mirar sin sonreír ni ruborizarse, por haber comprendido que la belleza es algo grave. Las mujeres de piedra son más castas que las otras y sobre todo más fieles, sólo que son estériles. No hay fisura por donde pueda introducirse en ellas el placer, la muerte o el germen del hijo, y por eso son menos frágiles. A veces se rompen y su belleza permanece por entero en cada fragmento de mármol, igual que Dios en todas las cosas, pero nada extraño entra en ellas para hacer que les estalle el corazón. Los seres imperfectos se agitan y se emparejan para complementarse, pero las cosas puramente bellas son solitarias como el dolor del hombre. Gherardo, yo no tengo hijos. Y sé muy bien que la mayor parte de los hombres tampoco tienen de verdad un hijo: tienen a Tito, o a Cayo, o a Pietro, y no es la misma alegría. Si yo tuviese de verdad un hijo, no se parecería a la imagen que me habría formado de él antes de que existiera. De ahí que las estatuas que yo hago sean diferentes de las que había soñado en un principio. Pero Dios se ha reservado para sí el ser creador conscientemente.

Si tú fueras mi hijo, Gherardo, no te amaría más de lo que te amo, sólo que no tendría que preguntarme el porqué. Durante toda mi vida busqué respuestas a unas preguntas que quizá no tengan contestación, y excavaba en el mármol como si la verdad se encontrara en el corazón de las piedras, y extendía unos colores para pintar unas paredes, como si se tratara de tocar simultáneamente unos acordes con un fondo de silencio demasiado grande. Pues todo calla, incluso nuestra alma, o bien es que nosotros no oímos.

Así que te vas. Yo no soy ya lo bastante joven para darle importancia a una separación, aunque sea definitiva. Demasiado bien sé que los seres a quienes amamos y que más nos aman nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y así es como se separan de sí mismos. Aún estás sentado en ese mojón, y crees estar todavía aquí pero tu ser, vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Ciertamente, comprendo que todo esto no es sino una ilusión, como todo lo demás, y que el porvenir no existe. Los hombres que inventaron el tiempo han inventado después la eternidad como contraste, pero la negación del tiempo es tan vana como él. No hay ni pasado ni futuro, tan sólo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado por el que avanzamos todos. Tú estás sentado, Gherardo, pero tus pies se apoyan ante ti en el suelo con una especie de inquietud, como si iniciaran ya un camino. Estás vestido con esas ropas de nuestra época que resultarán horrorosas o simplemente extrañas cuando haya pasado este siglo, pues los ropajes no son sino la caricatura del cuerpo. Yo te veo desnudo. Poseo el don de ver, a través de la ropa, el resplandor del cuerpo y supongo que de esa misma manera verán los santos a las almas. Es un suplicio, cuando los cuerpos son feos: cuando son hermosos, es un suplicio también pero diferente. Tú eres hermoso, con esa belleza frágil asediada de todas partes por la vida y el tiempo, que acabarán por apoderarse de ti, pero en este momento, tu belleza es tuya y tuya seguirá siendo en la bóveda de la iglesia donde pinté tu imagen. Incluso si algún día, sólo te presentara tu espejo un retrato deformado en el que no te atreves a reconocerte, siempre habrá, en algún sitio, un reflejo inmóvil que se te parecerá. Y de esa misma manera inmovilizaré yo tu alma. Ya no me amas. Si consientes en escucharme durante una hora es porque se suele ser indulgente con aquellos a quienes pensamos abandonar. Tú me ataste y ahora me desatas. No te censuro, Gherardo. El amor de un ser es un regalo tan inesperado y tan poco merecido que siempre debemos asombrarnos de que no nos lo arrebaten antes. No estoy inquieto por los que aún no conoces y hacia los cuales vas, que quizá te estén esperando: el hombre a quien ellos van a conocer será distinto del que creía conocer yo y al que imagino amar. Nadie posee a nadie (ni siquiera los que pecan llegan a conseguirlo) y al ser el arte la única posesión verdadera, es menos gratificante apoderarse de un ser que recrearlo. Gherardo, no te confundas respecto a mis lágrimas: más vale que aquellos a quienes amamos se vayan cuando aún nos es posible llorarlos. Si te quedaras, puede que tu presencia, al superponerse, debilitara la imagen que deseo conservar de ti. Así como tus ropajes no son más que la envoltura de tu cuerpo, tú no eres para mí sino la envoltura del otro, del que yo he extraido de ti y que te sobrevivirá. Gherardo, tú eres ahora más hermoso que tú mismo.

Sólo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado.