martes, 14 de junio de 2011

Hermanos Karamazov - Fiodos Dostoyevski

Miusov guardó un silencio significativo. De toda su persona emanaba un algo de extrema dignidad. En sus labios apareció una sonrisa de indulgencia. Aliocha lo observaba con el corazón palpitante. La conversación le había impresionado profundamente. Su mirada tropezó con Rakitine, que permanecía inmóvil y escuchaba atentamente, con la cabeza baja. Del vivo color de su tez, Aliocha dedujo que estaba tan impresionado como él, y sabía el motivo.

—Permítanme, señores, que les refiera una anécdota —empezó a decir Miusov con una gravedad presuntuosa—. Hallándome en París, tuve ocasión, después del golpe de Estado de diciembre, de visitar a uno de mis conocidos, personaje importante que entonces estaba en el poder. Era un individuo sumamente curioso que, sin ser del cuerpo de policía, dirigía una brigada de agentes políticos, puesto de gran importancia. Aproveché la ocasión para hablar con él y satisfacer mi curiosidad. Fui recibido como subalterno que presenta un informe, y, al ver que yo estaba en buenas relaciones con su jefe, me trató con una franqueza relativa, es decir, con más cortesía que franqueza, como es costumbre en los franceses, en lo que influyó mi calidad de extranjero. Pero yo le comprendí perfectamente. Entonces se perseguía a los socialistas revolucionarios. Prescindiendo del resto de la conversación, les transmitiré una observación sumamente interesante que se le escapó a aquel caballero: «No tememos demasiado a todos esos socialistas, anarquistas, ateos y revolucionarios. Los vigilamos y estamos al corriente de todos sus movimientos. Pero hay entre ellos un grupo especial, por fortuna poco numeroso, que nos inquieta de verdad: el de los que creen en Dios a pesar de ser socialistas. Es una agrupación francamente temible. El socialista cristiano es mucho más peligroso que el socialista ateo.» Estas palabras me impresionaron entonces, y ahora ustedes me las han recordado.