Dentro de este proceso general de medicalización, los profesionales que trabajamos en los servicios de salud mental públicos estamos asistiendo a un incesante incremento de distintas demandas de parte de la población que no se corresponden con los trastornos o enfermedades clásicos y que tienen una respuesta técnica sanitaria muy dudosa. Son demandas que muchas veces tienen que ver con sentimientos de malestar estrechamente relacionados con los avatares de la vida cotidiana, sentimientos desagradables (tristeza, angustia, rabia, frustración, impotencia, soledad, odio, hostilidad…) que aparecen en el contexto de un acontecimiento o situación emocional adaptativa, legítima y proporcionada y, por tanto, no patológica. Otras veces, las demandas están desencadenadas por sufrimientos, rechazos o temores del entorno inmediato al paciente. Hasta ahora, la cultura había hecho tolerable este tipo de sufrimiento al integrarlo dentro de un sistema de significados colectivos y ha afrontado así el dolor, la anormalidad y la muerte, interpretándolos en gran parte con discursos ajenos a la mirada médica. Sin embargo, actualmente la población acepta cada vez menos que el sufrimiento es una parte inevitable del enfrentamiento consciente con la realidad y llega a interpretar cada dolor como un indicador de su necesidad para la intervención de la ciencia aplicada. En este sentido, la nueva cultura médica aparta ese dolor de todo contexto subjetivo o intersubjetivo con el fin de neutralizarlo mediante una solución técnica, lo que propicia el mayor consumo de servicios sanitarios, como ya nos advertía Ivan Illich hace casi 40 años.
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