El 9 de julio de 1944, Eva Duarte
traspasó por primera vez las aristocráticas puertas del Teatro Colón. Su
entrada fue apoteósica: lucía un vestido de raso negro, enorme pollera con
corsage y largas mangas producidas en tiras delgadas de tercio- pelo negro, con
un azabache en cada cruce.¹ La joven se pre- paró especialmente para la ocasión
a sabiendas de que las miradas se posarían sobre ella como las mariposas
tienden a la luz. No solo era una ascendente actriz a punto de dar el salto a
la pantalla grande como antagonista de Libertad Lamarque en La cabalgata del
circo (Soffici, 1945), sino que era la amante del militar más influyente del
gobierno de facto.
En efecto, el entonces coronel
Juan Perón era el poder delante y detrás del trono, que mientras acumulaba
cargos políticos -secretario de Trabajo y Previsión, ministro de Guerra y
vicepresidente de la Nación- se erigía como líder de la clase obrera. Al mismo
tiempo, Perón conseguía la oposición de la burguesía agraria y de los militares
más conservadores. Esa clase social y ese grupo castrense estaban
particularmente representados en el público que concurrió a la clásica gala del
Colón destinada a celebrar un nuevo aniversario de la inde- pendencia patria.
Entre no ir, ser pasada por alto
o vanagloriarse orgullosamente de su belleza y de sus amores prohibidos para la
socie- dad de su época, Eva Duarte escogió la última opción. Aunque no iría con
Perón, se presentó sola, desistiendo así de alguna pareja ocasional que pudiera
oficiar como pantalla pública; de esa manera, decidió no pasar en absoluto
inadvertida. Como si se tratara de la presentación en sociedad de su noviazgo,
eligió para el evento un diseño de Paco Jaumandreu, el creador en boga de los
vestuarios de las divas cinematográficas argentinas del momento. A su vez,
lució dos anillos de brillantes que tomó prestados de la madre del famoso
modisto y una magnífica estola de zorros blancos facilitada por una amiga, Con
esa aura de elegancia y misterio ocupó un palco vecino al de su novio, con
quien en el transcurso de la función segura- mente intercambió miradas
apasionadas y guiños provocado- res destinados a escandalizar.
El plan fue de seguro
cuidadosamente trazado por el triángulo Perón, Evita y Paquito. Más allá de que
el romance entre la actriz y el coronel era un secreto a voces, y de que en
ocasiones Perón recurrió al artilugio de esconder a Eva en el asiento trasero
de su automóvil para acallar los chismes, esta vez, en connivencia con el
modisto, los dos decidieron dar rienda suelta a sus travesuras de enamorados y
divertirse con la ola de habladurías que despertaban sus relaciones
sentimentales.
Lo que los complotados no
pudieron prever y dejó asombrada a Evita fue la intensidad de la repulsión que
su ingreso produjo entre la concurrencia. Ya en el foyer la saluda- ron con
visible frialdad. En los suntuosos interiores de la sala, desde las alfombras
rojas de la cazuela pasando por los palcos exclusivos con molduras de oro hasta
los dibujos de Soldi en la cúpula, todo parecía concentrar la tensión que se
respiraba. Un aire opresivo se cortaba con cuchillo. Aquella que no se dirigía
a ella con desdén, lo hacía con mirada burlona y la que no, aprovechaba la
ocasión para darle vuelta la cara. Y no faltaba el otro, el que la adulaba en
privado y la despreciaba con una sonrisa socarrona delante de su esposa.
Al ver los gestos de crispación y
rabia contenida indisimulables que generaba a su paso, al sentir el hielo del
ambiente y al ser discriminada sin ambages, Eva dimensionó los efectos de la
osadía de su acción. Había infringido las reglas nunca escritas de las amantes
al traspasar los límites de la alcoba y presentarse en público.
Fue la primera vez en la que
Evita pudo percatarse con certeza de la magnitud del rechazo que producía entre
la gente "regia" que se vanagloriaba de la distinción social que le
confería poseer el monopolio de ese espacio cultural. Esa noche se manifestó de
manera explícita la oposición cerrada que la llamada oligarquía había incubado
por meses. "Esa es la querida de Perón”, susurraban como mínima injuria a
su paso las esposas de los hombres ligados al comercio agroexportador, las de
los otros militares y las mujeres de la denominada alta burguesía.
(…)
Eva nunca olvidó el desplante de
aquel día de julio de 1944. Por eso guardó como tantas cosas ese glacial
recibimiento en su corazón para tenerlo siempre presente en la memoria.
"Las voy a derrotar en su propio campo: la guerra de los trapos...",
se prometió en voz alta. Y entonces esperó, esperó con ardiente paciencia la
oportunidad que le otorgara el destino para cumplir con la palabra empeñada y
dar la última batalla. Y ese día llegó.
Porque aquella primera entrada en
el Colón sería el preludio de la venganza total que se consumaría exactamente
dos años después, cuando en la gala del 9 de julio de 1946, ya esposa legítima
y primera dama, Eva irrumpió del brazo de Perón en la prestigiosa ópera de
Buenos Aires como si fuera su propia casa luciendo un vestido de Christian Dior
que se hizo traer de París con una falda adornada con decenas de hojas, bajo
cada una de las cuales pendía un brillante de un quilate.
Me vestí con todos los honores de
la gloria, de la vanidad y del poder. Me dejé engalanar con las mejoras joyas
de la Tierra... Todo lo que me quiso brindar el círculo de hombres que me tocó
vivir, como mujer de un presidente extraordinario, lo acepté sonriendo,
"prestando mi cara" para guardar mi corazón. Sonriendo, en medio de
la farsa, conocí la verdad de todas sus mentiras (Perón, E, 2012: 64).
Escribió Eva en Mi mensaje,
justificando esa y tantas noches que le siguieron la ostentación de lujo y el
derroche de encanto en el diámetro mismo del círculo social que la
vilipendiaba.
Evocando aquel momento, el propio
Dior llegó a reconocer a la prensa que la "única reina que había vestido
era Eva Perón". Distinta fue la reacción de la oposición rencorosa, que
calificó con desmesura esas galas como "el más descarado derroche de la
historia argentina". Mientras los sectores obreros que estaban comenzando
a conocerla a través de sus actividades de ayuda social la contemplaban
maravillados como la materialización del mito de Cenicienta, los volantes
repartidos en Barrio Norte por la elite porteña rezaban frases agraviantes:
"Un carro oficial hundido en el barro y tironeado por una yegua".