Contrariamente a lo que indicaría el sentido común, el antiperonismo no surgió como reacción al peronismo. Si hiciéramos un repertorio de los temas, estereotipos, críticas y vocabularios propios del antiperonismo, encontraríamos que casi todos ellos estaban ya presentes en 1945. Por el contrario, ese año el peronismo todavía no existía como tal. Por supuesto, es taba Perón, estaban las medidas que venía tomando al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión y estaba también el apoyo que recibía de las clases bajas. Pero en lo que refiere a sus ideas, su visión sobre el país, sus prácticas políticas, sus formas de organización, incluso sus liderazgos, se trataba de una corriente todavía en estado magmático. Solo luego de llegado al gobierno el movimiento peronista se constituiría como tal. Buena parte de los rasgos con los que lo asociamos hoy fueron surgiendo luego de 1946, forjados también ellos, en buena medida, como reacción a la oposición y los rechazos que había cosechado en el amplio campo del antiperonismo. Las antipatías y resistencias de los otros fueron orientando su desarrollo tanto como las ideas previas que Perón y sus seguidores aportaron. En otras palabras, no puede afirmarse que llegara primero el peronismo como una propuesta ya completa y cerrada, produciendo luego, como reacción, el antiperonismo. Ambas identidades políticas se forjaron juntas y en relación. Si de alguna pudiera decirse que tuvo precedencia sería más bien de la segunda.
De hecho, el antiperonismo surgió
como una lectura del fenómeno peronista informada por ideas, conceptos, narrativas
y ansiedades que eran previos, heredados de etapas muy anteriores. Además de
percibir a Perón como un posible líder fascista, el movimiento que desató entre
las masas fue inmediatamente interpretado como la reactualización de amenazas
más antiguas que acechaban a la nación argentina. En el contexto de 1945 se
volvió a hacer presente el temor recurrente, para ciertos grupos sociales, de
que alguna forma de democracia plebeya viniera a poner en riesgo la República.
Se trataba de una angustia que venía desde tiempos de las guerras civiles del
siglo XIX, relacionada con la idea de que en el pueblo argentino anidaban
tendencias igualitaristas turbulentas, inorgánicas, emocionales, colectivistas,
enemigas de la racionalidad y de la dignidad del individuo, que conspiraban
contra el normal funcionamiento de las instituciones. Pasado el contexto de las
luchas entre Unitarios y Federales, ese temor se había vuelto a activar cuando
Yrigoyen llegó al poder en 1916 y por supuesto resurgió en 1945. Aunque se
trataba de un motivo típicamente liberal presente en intelectuales y políticos
argentinos -por caso, Vicente F. López o Ricardo Levene- tanto como de otros
países, aquí se entrelazaba con narrativas acerca de la nación y de su historia
que eran más peculiares. En efecto, el temor por la posible irrupción de un
democratismo plebeyo e inorgánico se manifestaba especialmente cuando aparecía
en el horizonte alguna figura carismática, un «caudillo» como aquellos del
siglo XIX, capaz de excitar y dar cauce a impulsos plebeyos que de otro modo
estarían bajo control. Se temía de esos caudillos no tanto su autoritarismo,
como la perspectiva de que abrieran las puertas para que la plebe pisoteara las
jerarquías sociales fundamentales, el régimen que establece quién es más que
quién en la sociedad. Domingo F. Sarmiento y otros luego de él expresaron esa
preocupación con toda claridad, en particular con referencia a los tiempos
traumáticos de Juan Manuel de Rosas, al accionar violento de sus mazorqueros, a
la «traición» de los negros del servicio doméstico que actuaban como espías denunciando
a los patrones de simpatías unitarias, o a los gauchos que asolaban la ciudad y
la campaña con sus montoneras. El peligro de ese caudillismo plebeyo parecía
haber quedado con jurado con la organización nacional. Y sin embargo, el sufragio
universal reactivó esos viejos temores; tanto Yrigoyen como más tarde Perón
fueron inmediata e insistentemente comparados con Rosas y sus seguidores con La
Mazorca. Y por supuesto, todas estas ansiedades, ancladas en formas
particulares de imaginar el pasado y el presente, remitían a una narrativa que,
desde Sarmiento, había explicado la trayectoria de la Argentina como una
trabajosa lucha de la civilización contra la barbarie, de la cultura europea
contra las costumbres criollas, de lo blanco contra lo negro y trigueño, de lo
urbano contra lo rural, de Buenos Aires contra el Interior, de las leyes y la
República contra los lazos personales y la emotividad en política. Para comienzos
del siglo XX esa lucha se había proclamado concluida con la victoria del primer
polo. Pero era una victoria sobre la que nunca dejó de haber dudas y
ansiedades. Lo bárbaro y la incultura -se sospechaba- seguían allí agazapados,
listos para aflorar apenas se relajaran los controles. Contra Yrigoyen, nuevamente,
se movilizaron estas nociones. Los conservadores lo acusaron de liderar un
movimiento «de “manumisión de los negritos”; los socialistas, de ser expresión
de la vieja “política criolla” personalista y demagógica. Y naturalmente fueron
nociones que también se reactualizaron con el ascenso de Perón. Por ejemplo, en
una serie de conferencias que el intelectual socialista Américo Ghioldi dictó
en noviembre y diciembre de 1945, advirtió que «los argentinos confrontamos
otra vez y bajo nuevas formas, el antiguo discurrir entre civilización y barbarie,
ya que han vuelto, a galope tendido, odios que creíamos extinguidos, fuerzas
primitivas lanzadas al asalto...» Acusaba a Perón de ser un nuevo «caudillo de
la guerra civil», lanzado a explotar los resentimientos de ese resto primitivo
que hoy «se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella... ». Para el
conservador Adolfo Mugica el país vivía en esos días como en una especie de «inmensa
merienda de negros».
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