(...) La palabra de Alfonsín se hacía carne, por así decir, encontraba su efectividad y se volvía propiamente política en su encuentro con las multitudes movilizadas para oírla, y es sin duda esta conjunción, este encuentro entre las habilidades oratorias del caudillo radical y la fuerza de una ciudadanía movilizada y activa lo que está en la base del "fenómeno” alfonsinista.? Otra vez nos sirve recordar a Landi, quien afirmaba que el tipo de relación que se establece entre un orador y un auditorio presente y activo configuraba "la forma privilegiada de comunicación política" de aquella época (Landi, 1985: 22), observación tanto más importante cuanto que esa forma privilegiada de comunicación política no tardaría en ser reemplazada por otras, bien distintas.
¿Cuándo ocurrió esto último? No de un día para otro, desde luego, pero no hay duda de que sí es posible establecer una suerte de punto de inflexión alrededor de los decisivos acontecimientos de la Semana Santa de 1987, que fueron por cierto objeto de sutiles análisis de Landi en más de un sitio. Los hechos son conocidos y recordados: después de tres días de fuerte tensión, frente a la asamblea popular que se había reunido en la Plaza de Mayo en respuesta al motín de un sector rebelde
del ejército, Alfonsín anunció desde el balcón de la casa de gobierno que se disponía a dirigirse a la guarnición donde se habían atrincherado los militares sublevados, y pidió al pueblo reunido que lo esperara allí, en la plaza. Un rato más tarde, tras haber conversado personalmente con los amotinados, volvió a dirigirse a la ciudadanía desde el mítico balcón, esta vez para decirle que la casa estaba en orden y que no había sangre en la Argentina, y para intimar a los presentes a que volvieran a sus casas a festejar las Pascuas en familia. Es imposible exagerar la importancia de este último pedido: desde el mismo balcón desde el que había pronunciado sus más recordados discursos, Alfonsín mandaba ahora a los manifestantes (a una ciudadanía movilizada que había mantenido la vigilia durante tres días) a sus casas. En un mismo gesto vaciaba el balcón de palabras y la plaza de cuerpos: los militantes políticos, sindicales y sociales ya no tenían nada que hacer allí, y a todos ellos empezó sin duda a ganarlos desde ese mismo instante la sensación de que ya no tenían nada que hacer -en un sentido más general- en la así reafirmada política de los representantes. Ése es sin duda el sentido más fuerte del movimiento entero que describe, vista en su totalidad, la convocatoria y posterior desmovilización de la ciudadanía en esa Semana Santa del 87: si al comienzo de la misma los ciudadanos que estaban en sus casas recibían desde la pantalla de sus televisores la urgente invitación a abandonar esa posición de puros espectadores y marchar hacia la Plaza, el domingo por la tarde, en esa misma Plaza, esos ciudadanos debieron oír del mismísimo Presidente de la Nación la invitación a abandonar ese espacio público y marchar disciplinadamente a casa. De casa a la plaza y de la plaza a casa.
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