miércoles, 30 de septiembre de 2009

Mensajes en una Botella

El dolor por el deterioro de las relaciones eróticas no es, como podría creerse, miedo a la desaparición del amor, ni tampoco la clase de melancolía narcisista que Freud describió de manera tan aguda. Implica la fugacidad de los propios sentimientos. Queda tan poco espacio para los impulsos espontáneos que cualquiera que todavía los experimente los considera un gozo y un tesoro a pesar del dolor que causen y, por cierto, siente que los últimos rastros de la intimidad son una posesión que debe defender con denuedo para no convertirse en una cosa. El miedo a amar a otro es sin duda más grande que el de perder el amor de ese otro. La idea que se nos ofrece como consuelo – que dentro de unos años no entenderemos nuestra pasión, y que podremos observar a la mujer amada sintiendo tan solo cierta fugaz e increíble curiosidad – es capaz de exasperarnos inconmensurablemente. Esa pasión que trasciende ese contexto de la utilidad racional se transforma en la máxima blasfemia si se la convierte, por ignominiosas razones, en algo relativo y que puede reacomodarse en la vida del individuo. Y sin embargo, de modo inevitable, la pasión misma, al experimentar el límite inalienable entre dos personas, se ve obligada a reflejar ese momento y así, en el acto de verse devastada, también a reconocer la nulidad de su propia devastación. En realidad, uno siempre ha percibido la futilidad; la felicidad surgía de la insensata idea de arrobamiento, y cada vez que la cosa salió mal, fue la última vez, fue la muerte. La fugacidad de aquello en lo que la vida se concentra al máximo se manifiesta precisamente, en esa concentración extrema. Y, como si esto fuera poco, el desdichado amante debe admitir que justo cuando creía olvidarse de sí era cuando solo se amaba a si mismo. Ningún camino conduce fuera del círculo culposo de lo natural, salvo la reflexión acerca de hasta que punto está cerrado este círculo.

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