lunes, 22 de junio de 2009

La conjura de los necios, John Kennedy Toole



"Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él".

Jonathan Swift

Ignatius J. Reilly describe “Levy Pants” la fabrica en donde esta planeando una conspiración para seducir a Myrna Minkoff:

“La fabrica es un edificio grande, tipo granero, que alberga piezas de tela, mesas de cortar, maquinas de coser inmensas y hornos que proporcionan el vapor necesario para el planchado. El efecto global es más bien surrealista, especialmente cuando uno ve a Les Africans moviéndose por allí, consagrados a sus tareas en este medio mecanizado. He de admitir que la ironía que todo esto encerraba cautivó mi imaginación. Surgió en mi mente una cosa de Joseph Conrad, aunque o logro recordar exactamente cuál en este momento. Quizás me equiparase a Kurtz, de El corazón de las tinieblas” cuando lejos de las oficinas mercantiles de Europa se enfrentó con el horror final. Recuerdo que me imaginé con un salakoff y unos pantalones de montar blancos de lino, mi rostro enigmático tras el velo de mosquitera.

Los hornos mantienen el lugar más bien cálido y sofocante en estos días frescos, pero sospecho que, en verano, los obreros gozan una vez más del clima de sus antepasados, un calor tropical algo ampliado por esos grandes artilugios que queman carbón y producen vapor. Tengo entendido que la fábrica no funciona ahora a pleno rendimiento, y observe que solo funciona uno de aquellos artilugios, quemando carbón, y lo que parecía una de esas mesas de cortar. Además, solo vi terminar unos pantalones mientras estuve allí, aunque los trabajadores se movían sin cesar con piezas de tela de todo tipo. Una mujer estaba planchando, según comprobé, ropa de niño; y otra parecía hacer notables progresos con los fragmentos de satén color fucsia que estaba uniendo en una de las grandes máquinas de coser. Tuve la impresión de que confeccionaba un vestido de noche de mucho colorido, y bastante lascivo, además. He de decir que me admiraba la eficacia con que manejaba el material, moviéndolo de un lado al otro bajo aquella inmensa aguja eléctrica. Esta mujer era sin duda una trabajadora muy diestra y, pensé, que era doblemente lamentable que no consagrase su talento a la creación de unos pantalones…pata Levy Pants. Evidentemente había un problema moral en la fábrica.

Busque al Sr. Palermo, el encargado, que suele estar siempre por otra parte, a sólo unos pasos de la botella, como puede testimoniar las muchas confusiones que se han producido, cayéndose entre las mesas de cortar y las máquinas de coser. Lo busqué sin ningún éxito. Debía estar trasegando un almuerzo líquido en una de las muchas tabernas de los alrededores de nuestra empresa. En os alrededores de Levy Pants hay un bar en cada esquina, indicio de que en la zona, los salarios son abismalmente bajos. En calles en las que los habitantes están particularmente desesperados, hay hasta tres y cuatro bares en cada cruce.

Yo, en mi inocencia, sospeche que la raíz de la apatía que había observado entre los obreros era aquel jazz indecoroso que emitían los altavoces estridentes de las paredes. La psique bombardeada por esos ritmos no puede aguantar mucho tiempo, y se descompone y atrofia. E consecuencia busqué y apagué el interruptor que controlaba la música. Esta acción mía, produjo un griterío general de protesta, bastante estridente y desafiantemente grosero, del conjunto de los trabajadores, que empezaron a mirarme hoscamente. Así que puse de nuevo la música, con una amplia sonrisa y un gesto amistoso, en una tentativa de reconocer mi error de juicio y ganarme la confianza de los trabajadores. (sus inmensos ojos blancos estaba ya inquietándome como un “Mister Charlie”. Tendría que luchar para mostrarles mi dedicación casi psicótica a ayudarles).

Era evidente que la presión constante de aquella música les había creado una reacción casi pavloviana al ruido, reacción que creían ya un placer. Como he pasado incontables horas de mi vida viendo a esos niños corrompidos de la televisión bailando al ritmo de tal género de música, conocía el espasmo físico que podía producir en teoría, e intenté allí mi propia versión conservadora del mismo, para pacificar aún más a los obreros. He de admitir que mi cuerpo se movió con sorprendente agilidad; no carezco de cierto sentido innato del ritmo, sin duda mis ancestros se debieron destacar bailando en las praderas y páramos de la Hiberna legendaria. Ignorando las miradas de los trabajadores, comencé a dar vueltas bajo uno de los altavoces gritando, contorsionándome y mascullando locamente < ¡adelante! ¡adelante! ¡Hazlo muchacho, hazlo! ¡Escuchad lo que voy a deciros! ¡Buf!>. Me di cuenta de que había recuperado terreno cuando varios obreros comenzaron a señalarme y a reírse. Me reí a mi vez para demostrar que compartía su alegría. De casibus virorum Illusttrium! ¡De la caída de los grandes hombre! Se produjo mi caída. Literalmente. Mi peculiar organismo, debilitado por las vueltas (sobre todo en la región de las rodillas), se sublevó al fin y caí a plomo al suelo en mi insensata tentativa de ejecutar uno de los pasos más egregiamente perversos, uno que había visto muchas veces en la televisión. Los obreros parecieron inquietarse un tanto y me ayudaron a levantarme muy cortésmente, sonriendo del modo más cordial. Advertí entonces que ya no tenía porque temer por el faux pas de apagarles la música.

Pese a lo que están sometidos, los negros son una gente bastante agradable en general. Yo había tenido poca relación con ellos en realidad, pues solo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie. Al hablar con unos obreros, todos los cuales parecían deseosos de hablar conmigo, descubrí que cobraban aún menos que la señorita Trixie.

Siempre he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad en la gente de color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es que no puedo entender por qué. He de admitir que este deseo suyo me lleva a poner en entredicho sus juicios de valor. Pero si quieren integrarse a la burguesía, no es asunto mío, en realidad. Pueden ratificar si quieren su propia condenación. Yo, personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si sospechase que alguien intentaba auparme a la clase media. Lucharía contra el individuo descarriado que intentase auparme, desde luego. La lucha tomaría la de manifestaciones de protesta con los carteles y pancartas tradicionales, que, en este caso dirían: “Muera la clase media”, “abajo la clase media” No me importaría tampoco lanzar uno o dos cócteles molotov. Además, evitaría meticulosamente sentarme junto a miembros de la clase media en restaurantes y en transportes públicos, manteniendo incólumes la honradez y la grandeza de mi ser. Si un blanco de clase media fuera lo bastante suicida como para sentarse a mi lado, imagino que lo golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con una manaza, arrojando, con suma destreza, uno de mis cócteles molotov a un autobús atiborrado de blancos de clase media con la otra. Aunque el asedio durase un mes o un año, estoy seguro de que al final me dejarían en paz, una vez evaluado el total de carnicería y de destrucción de propiedad.

Admiro el terror que son capaces de inspirar los negros en los corazones de algunos miembros del proletariado blanco y solo desearía (esta es una confesión muy personal) poseer la misma capacidad de aterrar. El que es negro aterra simplemente por serlo; yo, sin embargo, tengo que esforzarme un poco para lograr el mismo fin. Quizás debería haber sido negro. Sospecho que habría sido un negro muy grande y muy aterrador, un negro que apretase constantemente su muslo monumental contra los muslos marchitos de las viejecitas blancas en los transportes públicos y provocase más de un grito de pánico. Además, si fuera negro, mi madre no me presionaría para que encontrara un trabajo bueno, pues no habría ningún trabajo bueno a mi disposición. Y además mi madre, una vieja negra agotada, estaría demasiado abatida por años de duro trabajo como doméstica, para salir a jugar a los bolos de noche. Ella y yo viviríamos muy agradablemente en una choza mohosa de los suburbios, en un estado de paz sin ambiciones, comprendiendo satisfechos que no se nos quería, y que luchar y esforzarse no tenía sentido.

Sin embargo, no quiero presenciar el asqueroso espectáculo de la ascensión de los negros al seno de la clase media. Considero este movimiento una gran ofensa a su integridad como pueblo. Pero volvamos a lo nuestro, es decir, a Levy Pants, la mercantil musa de esta empresa concreta.”

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