Intuyo que, después de ser padre y de haber entendido que no necesito más de siete mil libros para ser feliz, al fin he podido descansar. Hasta este momento, toda mi vida se puede leer como un intento de construir la biblioteca que no tuve de niño. La urgencia por llenar un vacío. Algo parecido a lo que creí ver en Seúl: Corea del Sur invertía una fortuna en el siglo XXI para generar la red de bibliotecas y de librerías que nunca hubo en su historia. Comparto con el país asiático un origen humilde, iletrado. Y el afán de llenar ese agujero negro. Mi ascenso social se debe a esta biblioteca. Es el resultado de la curiosidad, la suerte y el esfuerzo. Pero todo lo que he hecho también se explica a través de los pocos libros y juguetes que, con mucho más esfuerzo, me compraron mis padres. Aquellas enciclopedias, aquellas novelas infantiles, aquella caja de herramientas o aquel juego de mineralogía adivinaron mis intereses profundos. Y les dieron, a largo plazo, la estructura que necesitarían para desarrollarse.
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