lunes, 26 de marzo de 2012

Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira

Había dos viejecitos tocando, uno la viola y el otro la guitarra, y tocaban conmovedoras melodías de la Coimbra de su juventud, de cuando él era un estudiante universitario y pensaba en la vida como en un porvenir radiante. Y en aquel tiempo él también tocaba la viola en las fiestas estudiantiles, y era delgado y ágil, y enamoraba a las chicas. Cuántas hermosas muchachas estaban locas por él. Y él, en cambio, se había apasionado por una muchachita frágil y pálida, que escribía poesías y que a menudo tenía dolores de cabeza. Y después pensó en otras cosas de su vida, pero éstas Pereira no quiere referirlas, porque sostiene que son suyas y solamente suyas y que no añaden nada ni a aquella noche ni a aquella fiesta a la que había ido a parar sin proponérselo. Y después pensó en otras cosas de su vida, pero éstas Pereira no quiere referirlas, porque sostiene que son suyas y solamente suyas y que no añaden nada ni a aquella noche ni a aquella fiesta a la que había ido a parar sin proponérselo. Y después, sostiene Pereira, en un determinado momento vio cómo un joven alto y delgado y con una camisa clara se levantaba de una de las mesas y se colocaba entre los dos ancianos músicos. Y, quién sabe por qué, sintió una punzada en el corazón, quizá porque le pareció reconocerse en aquel joven, le pareció que se reencontraba a sí mismo en los tiempos de Coimbra, porque de algún modo se le parecía, no en los rasgos, sino en la manera de moverse y un poco en el pelo, que le caía a mechones sobre la frente. Y el joven comenzó a cantar una canción italiana: O sole mio, cuya letra Pereira no entendía, pero que era una canción llena de fuerza y de vida, hermosa y límpida, y él entendía sólo las palabras «o sole mio» y no entendía nada más, y mientras el joven cantaba, se había levantado de nuevo un poco de brisa atlántica y la velada era fresca, y todo le pareció hermoso, su vida pasada de la que no quiere hablar, Lisboa, la cúpula del cielo que se veía sobre los farolillos coloreados, y sintió una gran nostalgia, pero no quiere decir por qué, Pereira. Fuera como fuera, comprendió que aquel joven que cantaba era la persona con la que había hablado por teléfono aquella tarde, por ello, cuando éste hubo acabado de cantar, Pereira se levantó del banco, porque la curiosidad era más fuerte que sus reservas, se dirigió a la mesa y dijo al joven: El señor Monteiro Rossi, supongo. Monteiro Rossi hizo ademán de levantarse, chocó contra la mesa, la jarra de cerveza que tenía delante se cayó y él se manchó completamente sus bonitos pantalones blancos. Le pido perdón, farfulló Pereira. Es culpa mía, soy un desastre, dijo el joven, me sucede a menudo, usted es el señor Pereira del Lisboa, supongo, siéntese, se lo ruego. Y le tendió la mano.

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