Pero lo que nos interesa aquí es que Orfeo -que pasó a la posteridad patriarcal como el héroe-víctima y músico supremo, venerado por poetas y músicos como Rilke y Glück, que se identificaban sin duda con su fascinante voz todopoderosa- es en verdad quien provoca la tragedia. En efecto, ésta se desencadena por su incapacidad de escuchar al otro, que va pareja con su necesidad exasperada y exasperante de escucharse nar- cisísticamente sólo a sí mismo, y de ser escuchado a costa del silenciamiento ajeno. El mito órfico es entonces también la representación de un monólogo delirante que, pretextando amor, desplaza al interlocutor y lo reduce a la nada de un silencio infernal. A la violencia que representa su negación de la palabra-música de Eurídice contesta la violencia vengativa de su descuartizamiento por las Ménades. La cólera de las Ménades, inspiradas por Dionisio, el dios rival de Apolo, representa la ira femenina por el rechazo de un espacio de amor y atención para la voz de la mujer.
Más allá de la disputa entre los sexos, sin embargo, lo que parece sugerir el mito, desde el fondo de los tiempos, es la trágica circunstancia que hace que los más dotados para la música y la palabra -y los poderes que de estos dones se derivan- sean con frecuencia también los menos dotados para la atención y la escucha. Una figura posible del mito, aquella que estamos explorando en este texto, representa la incapacidad de los seres humanos de escucharnos unos a otros, así como la contumacia de nuestra inconsciente negativa a escuchar aquello que precisamente nos permite hablarnos: nuestro lenguaje. Así, reducimos a nuestros interlocutores y a nuestro lenguaje a la nada del sinsentido y el olvido. Cuando se habla de competitividad en el mundo contemporáneo se piensa en general en la capacidad de imponer masivamente pautas y productos culturales e industriales, así como ideas y formas de poder a lo largo y a lo ancho de todo el planeta. Pero lo que subyace a este alud de imposiciones y hace posible su efectividad es un lenguaje monotemático que busca sólo afirmarse y escucharse a sí mismo y desatiende implacablemente la escucha y la necesidad del otro. La palabra fetiche de la propaganda comercial y política desaloja así fieramente a la palabra profunda de la tradición y al léxico del nuevo conocimiento; el jingle reemplaza a la canción de cuna, el cliché político a la reflexión original, el autismo mediático a las humildes e inspiradas formas de la estética popular o de las voces marginales.
Con razón dice Margaret Fuller que la literatura -y lo mismo vale para la cultura- no consiste en una colección de libros magníficos, sino en un ensayo de interpretación mutua. La cultura global es en gran medida un remedo de diálogo en el que poderosos Orfeos, embebidos narcisísticamente en su propia música, sumergen en el silenciamiento total a los que se supone deben ser rescatados. El cine contemporáneo, con sus megaproducciones, hazañas virtuales y falsos estréllatos, la industria musical de nuestros días, campo de batalla de los intereses del rock, llevan las señales claras -o más bien, exhiben las garras- de una empresa que aspira a imponer pautas de dominio unilateral y conducirnos al infierno del sinsentido -o al nirvana de los zombies- antes que proponer un diálogo abierto en el que despunte lo verdaderamente nuevo, lo no dicho, aquello que necesariamente conforma el porvenir. Y así se prolonga y consolida el infierno de Eurídice.